Aportes foucaultianos para el despliegue de una política de la verdad

Foucauldian Contributions to the Deployment of a Politics of Truth



Sebastián Botticelli

0000-0001-6071-3289

Universidad de Buenos Aires - Universidad Nacional de Tres de Febrero

sebastianbotticelli@gmail.com




Recibido: 04/03/2024

Aceptado: 15/05/2024

Publicado: 30/06/2024


Cita en APA: Botticelli, S. (2024). Aportes foucaultianos para el despliegue de una política de la verdad. Revista Latinoamericana de Humanidades y Desarrollo Educativo, 3(1), 86—99.

 

Resumen

Dentro del arco de problematizaciones filosóficas en torno a la verdad, aquí se toman en cuenta aquellas perspectivas que piensan en ella como una instancia que detenta un rol central en la conformación de nuestras subjetividades. Desde estas miradas, dirigir un análisis crítico hacia las dinámicas que asume la producción de verdad en nuestra actualidad –sus lógicas, sus formulaciones y sus efectos– implica en buena medida apuntar el ejercicio de la reflexión hacia nosotros mismos. Dicha reflexión hace a un lado las conexiones entre la verdad y “lo real” para concentrarse en las vinculaciones entre aquella y el poder; de allí que su carácter sea eminentemente político. A partir de estas consideraciones, el presente artículo recupera algunos elementos del pensamiento de Michel Foucault con el objetivo de caracterizar los supuestos e implicancias que involucra el despliegue de una “política de la verdad”.

Palabras claves: verdad; política; poder; saber; sujeto.


Abstract

Within the scope of philosophical inquiries into truth, here we take in to consider that ones that conceptualize it as a central element in the conformation of our subjectivities. From these viewpoints, conducting a critical analysis of the dynamics of truth production in our present time –including its logics, formulations, and effects– largely entails directing reflection towards ourselves. This reflection sets aside the connections between truth and “the real” to focus on the linkages between truth and power; hence, its character is inherently political. Based on these considerations, the present article retrieves certain elements from the thought of Michel Foucault with the aim of characterizing the assumptions and implications involved in the deployment of a “politics of truth”.

Keywords: truth; politics; power; knowledge; subject.




Él (el filósofo) tiene la verdad;

que la rueda del tiempo ruede hacia donde quiera,

que nunca podrá escapar a la verdad.

Friedrich Nietzsche “El Pathos de la verdad”




Introducción

La verdad como producto que compromete

Dentro del siempre interesante arco de problematizaciones filosóficas respecto de la verdad, las páginas que siguen adoptarán como punto de partida aquellas consideraciones que la comprenden como una instancia nunca definitiva que juega un rol preponderante al interior de las dinámicas de producción de subjetividad. Para estas perspectivas, la verdad surge de un proceso que no está recorrido por ninguna necesidad –no hay en ella nada inevitable–, pero tampoco por el mero caos –no hay en ella nada completamente aleatorio– (Vattimo, 2010).

Esta verdad no se autopresentifica, no se revela ni aparece como resultado de epifanías. Se trata de un posicionamiento sustentado por relaciones de saber-poder: interpretaciones que despliegan efectos de poder, saberes que intervienen desde su condición de verdaderos. La aproximación crítica a esos regímenes permite comprender su funcionamiento en tanto instancias producidas y a la vez productoras. La verdad surge a partir de ciertas normas, parámetros y preceptos. Pero no es el resultado último de una cadena de montaje, pues a su vez, ella engendra otras instancias, y lo hace de un modo activo y dinámico, comprometiendo a los sujetos a través de la imposición de formas de obediencia y de la composición de criterios de decisión. La verdad no pertenece al sujeto; el vínculo es inverso: es el sujeto quien corresponde a la verdad, o bien no lo hace, y al no hacerlo se a-normaliza.

Desde estas perspectivas, la verdad es, en gran medida, aquello que nos hace ser quienes somos. Por todo esto, dirigir un análisis crítico hacia las dinámicas que asume la producción de verdad en nuestra actualidad –sus lógicas, sus formulaciones y sus efectos– implica en buena medida apuntar la reflexión hacia nosotros mismos.

Llegados a este punto, la pregunta sale a nuestro encuentro: ¿cómo la verdad hace esto que hace? ¿A partir de qué operatorias, sistemas o procedimientos nos hace ser quienes somos? Sumada a las consideraciones vertidas en el párrafo anterior, esta pregunta encierra una serie de sospechas que se hilvanan para configurar un ejercicio de interpelación que debería resultarnos incómodo. Ocurre que, para responderla, no será de mayor utilidad repensar la relación entre la verdad y cualquier instancia que pueda denominarse “real”. Para la perspectiva que aquí se pondrá en juego, las condiciones que deben darse para que una práctica discursiva pueda producir efectos de verdad no se agotan en su referencia o correspondencia con una cierta realidad anterior y exterior al propio discurso, libre e independiente de él. Antes bien, dicha perspectiva estipula la necesidad de revisar las dinámicas de saber-poder dentro de las cuales la verdad queda involucrada. De allí que la atención deba dirigirse hacia los efectos subjetivos que producen los diferentes anudamientos entre verdad y política.

Así planteado, el tema nos mete de lleno en el pensamiento de Michel Foucault. Encontramos en el filósofo francés una problematización de la verdad que se desmarca tanto del correspondentismo aristotélico como del trascendentalismo kantiano, y que en más de un sentido resulta exterior a ambos (Paltrinieri, 2012; Castro, 2016; Lorenzini, 2017; 2023). Siguiendo la estela de Nietzsche, Foucault articula una serie de consideraciones que le permiten componer un modelo para una analítica de la verdad diversa y diferente. Como uno de sus puntos salientes, este modelo habilita el análisis histórico de una “política de la verdad”, una indagación abocada a pensar “el problema de la formación de ciertos determinados dominios de saber a partir de relaciones de fuerza y relaciones políticas en la sociedad” (Foucault, 1996, pp. 29-31).

Como ocurre con otros tópicos que adquieren un peso específico al interior del trayecto intelectual foucautiano, la política de la verdad no aparece definida con precisión ni tampoco es caracterizada de un modo detallado. Sin embargo, el puñado de menciones que Foucault dedica a esta idea alcanzan para que el lector atento entrevea su complejidad y sienta deseos de apostar por su relevancia.

Compartiendo (y convidando) ese asombro, y suscribiendo esa apuesta, las páginas siguientes estarán dedicadas a rastrear los supuestos, condiciones e implicancias de esta política de la verdad, tarea que será llevada a cabo con el ánimo de asumir la incomodidad filosófica a la que Foucault nos enfrenta.


Política y verdad en el pensamiento foucaultiano: entre lo que nos hace ser quienes somos y lo que nos habilita a ser de otro modo

Dentro del corpus foucaultiano, la política asoma como un objeto que va adquiriendo diferentes consistencias y texturas. Estas diferencias dependen en gran medida de los desplazamientos que se articulan en torno a la relación entre dos nociones de las que Foucault se ocupa de una manera mucho más directa, como son el poder y la verdad, puntos cardinales del derrotero que recorre su producción intelectual, en especial, desde 1970 hasta su muerte. En más de un sentido, el modo de aparición de la política queda supeditada a estas dos nociones (Nosetto, 2016; Blengino, 2018; Raffin, 2018; Botticelli, 2019).

Ya desde las páginas finales de La arqueología del saber (1979), Foucault proyecta la posibilidad de desarrollar una arqueología de los saberes políticos.

Se trataría de ver [en una arqueología de la política] si el comportamiento político de una sociedad, de un grupo o de una clase no está atravesado por una práctica discursiva determinada y descriptible. Esta positividad no coincidiría, evidentemente, ni con las teorías políticas de la época ni con las determinaciones económicas: definiría lo que de la política puede devenir objeto de enunciación, las formas que esta enunciación puede adoptar, los conceptos que en ella se encuentran empleados, y las elecciones estratégicas que en ella se operan. Este saber, en lugar de analizarlo –lo cual es siempre posible– en la dirección de la episteme a que puede dar lugar, se analizaría en la dirección de los comportamientos, de las luchas, de los conflictos, de las decisiones y de las tácticas. Se haría aparecer así un saber político que no es del orden de una teorización secundaria de la práctica, y que tampoco es una aplicación de la teoría. Ya que está regularmente formado por una práctica discursiva que se despliega entre otras prácticas y se articula sobre ellas, no es una expresión que “reflejaría” de una manera más o menos adecuada un número determinado de “datos objetivos” o de prácticas reales. Se inscribe desde el primer momento en el campo de las diferentes prácticas en las que encuentra a la vez su especificación, sus funciones y la red de sus dependencias (Foucault, 1979, pp. 328).

Esta arqueología no busca teorizar ciertas prácticas ni poner en práctica ciertas teorías, sino considerar al conjunto de elecciones y procederes, de luchas y de conflictos, de tácticas y estrategias que quedarían estipulados dentro de una cierta configuración social. La búsqueda de estas positividades, de estas prácticas discursivas, reguladas y regulatorias, que atraviesan el comportamiento de una sociedad determinada, compone para Foucault la manera de franquear el umbral tras el cual aparece la política en sus sentidos operativos. Para ello se vuelve necesario redirigir los estudios sobre los modelos de epistemologización hacia el ámbito correlativo de las prácticas discursivas, en tanto que son ellas las que balizan el ámbito de los comportamientos de una sociedad determinada (Botticelli, 2011).

En esta primera acepción, la política aparece en Foucault como un entramado estructural que a su vez produce otro conjunto de resultados con los que establece redes de interdependencia: en su funcionamiento, define los modos de comportamiento y estipula los sentidos que buscan regir la vida de los sujetos.

En los años que siguieron a la publicación de La arqueología del saber, la ejecución de este proyecto de una arqueología de los saberes políticos va desmarcándose de las pautas arqueológicas y va transformando cualitativamente su perspectiva, lo que permite la incorporación de otros elementos.

Durante ese periodo, Foucault se apoya en la figura de Nietzsche para componer una perspectiva según la cual voluntad y verdad no se articulan entre sí por medio de la libertad o de la razón –como pretende la tradición filosófica occidental– sino a través de la violencia y el enfrentamiento. Desde esta mirada, el conocimiento y la verdad no provienen de ninguna facultad natural del hombre sino de luchas, rivalidades y contiendas cuya historia es necesario recomponer. De allí que la verdad no exista ni pueda existir por fuera del entramado de las relaciones de saber-poder (Foucault, 2012, pp. 42-44).

El resultado de esta reconstrucción de la política de la verdad, así comprendida, da lugar a los resultados que Foucault publica entre 1974 y 1976: los análisis sobre la generalización de los dispositivos disciplinarios en relación con la reforma y reorganización del sistema jurídico-penal que se dieron en las diferentes regiones de Europa a partir de los siglos XVII y XVIII (Foucault, 1996; 2003; 2009).

De este modo, el proyecto de una historia política de la verdad termina realizándose como una reconstrucción crítica –primero arqueológica, luego genealógica– de las verdades políticas; una arqueo-genealogía del modo en el que las diversas configuraciones políticas –entendidas como el resultado de ciertas escenificaciones– establecen sus regímenes de verdad. De allí que, hasta 1976, Foucault se refiera a la política con desconfianza pues ésta pareciera quedar indefectiblemente ligada a aquello que hace que lo sujetos sean lo que son.1

Pero luego del impasse de 1977 comienza a registrarse en el recorrido intelectual foucaultiano una serie de desplazamientos en los modos en los que el autor francés comprende las nociones de poder y verdad, desplazamientos que lo llevarán a replantear ciertos problemas muy sensibles para el pensamiento crítico, en particular, el que corresponde a las posibilidades de una ontología de nosotros mismos. Estas transformaciones terminarán otorgándole a la noción de política una serie de aristas que anteriormente no estaban en el centro de la consideración (Castro, 2016; Botticelli, 2014; 2023).

En el curso Nacimiento de la biopolítica (Foucault, 2007), el tratamiento de conceptos como el de “régimen de verdad” permite caracterizar el proceso por el cual, durante los siglos XVII y XVIII, surge una nueva limitante a la acción de gobernar que se suma a la instancia jurídica del derecho que ya funcionaba externamente. Este límite interno se expresa en la impronta del liberalismo que encuentra en el mercado la articulación última de los criterios que definirán la corrección o incorrección de los actos de gobierno. Foucault denomina a este periodo “era de la política” (Foucault, 2007, p. 35), nombre que comienza a dar cuenta de los desplazamientos metodológicos que supone el desarrollo de la perspectiva gubernamental (Castro-Gomez, 2010; Damlau, 2021).

Aparece así un campo diferente que comprende la tensión entre prácticas de veridicción y prácticas de jurisdicción como mecanismos que operan configurando interna y externamente la vida humana en su relación con el problema del gobierno tal como éste fuera formulado en el contexto de la episteme moderna.

La conformación de este nuevo campo problemático permite interpretar el gesto foucaultiano de diagnóstico del presente no sólo como análisis de aquello que constituye el estado actual de las configuraciones sociales, sino también como búsqueda de aquello que los sujetos pueden llegar a ser, aquello en lo que pueden llegar a transformase. Se habilita la posibilidad de comprender las acciones de resistencia ya no sólo como una mera oposición al poder sino además como una acción del sujeto sobre sí mismo y sobre los otros sujetos, una acción capaz de generar otros mundos y de crear otras formas de vida.

De este modo, los desplazamientos registrados en las nociones de poder y de verdad a partir de 1978 habilitan una nueva perspectiva desde la cual la política ya no aparece como el resultado indefectible de un cierto ejercicio del poder. Se abre la posibilidad de que la dimensión política incluya diversas formas de resistencia capaces de cuestionar, sacudir y eventualmente transformar, por medio de una variación de los vínculos entre los sujetos y la verdad, las relaciones de saber-poder establecidas.2

En este otro sentido –que no anula al primero pero que lo complementa necesariamente–, la política comprende las luchas que se oponen a las operaciones policiales así como también las formas de organización y de compromiso que esas luchas requieren. Dicho compromiso sólo es posible cuando los sujetos involucrados son motivados por la aspiración de cierto ejercicio de la libertad en el que se pone en juego la enunciación de una nueva verdad.


Genealogía de la voluntad de verdad

El despliegue de una política de la verdad requiere la configuración de una exterioridad respecto del modo de comprender la verdad que históricamente ha alcanzado más difusión. Ese es el objetivo de las indagaciones que Foucault despliega a comienzos de la década del 70’. Siguiendo a Nietzsche, el filósofo francés ejecuta un trabajo intelectual que resulta vertiginoso a partir de su carácter profundamente anti-intuitivo. En dicho trabajo, se aboca a revisar la génesis de la problematización de la verdad buscando componer una “morfología de la voluntad de saber”.

En la conferencia “El orden del discurso” (Foucault, 1992), y en las primeras clases del curso Lecciones sobre la voluntad de saber (Foucault, 2012), el autor francés establece un señalamiento respecto de la génesis de la voluntad de saber que caracteriza a la tradición filosófica y que encuentra en la voluntad de verdad su especificación más directa y más significativa.

La voluntad de verdad, es decir, la tendencia que plantea como objetivo primordial establecer una separación y una oposición entre lo verdadero y lo falso, es tan histórica como la prohibición de la palabra, la separación entre razón y locura, o cualquier otro sistema de exclusión (Foucault, 1992). Y por ser histórica, dicha voluntad es arbitraria, contingente y modificable. De allí que para aproximarse a ella desde fuera resulte fundamental analizar los vínculos entre los pares saber/verdad y voluntad/deseo, así como también sus cruces e interacciones (Foucault, 2012, pp. 18-21).

Para dar cuenta del surgimiento de la voluntad de verdad, Foucault propone un singular análisis de las concepciones epistémicas presentes en la antropología aristotélica. La elección de esta referencia reviste un carácter particular si se considera que para Nietzsche –de quien Foucault se reconoce deudor– el problema de la voluntad de verdad hunde sus raíces en la figura de Sócrates y en la influencia que éste mantuvo sobre Platón (Nietzsche, 2000). Sin embargo, desde la lectura del filósofo francés, es Aristóteles y no Sócrates quien establece las condiciones del discurso filosófico en general (Foucault, 2012, pp. 48-63).

Foucault recupera el pasaje inicial de Metafísica y lo analiza para desentramar el tipo de vínculo que allí se establece entre una cierta figuración de lo humano y una cierta comprensión del saber:

Todos los hombres por naturaleza desean saber. Señal de ello es el amor a las sensaciones. Éstas, en efecto, son amadas por sí mismas, incluso al margen de su utilidad y más que todas las demás, las sensaciones visuales (Aristóteles, 1994, 980a).

En esta definición inicial, las sensaciones, sobre todo las visuales, son formas de saber que llegan acompañadas de placer.3 Y este placer proviene justamente de lo que hace que dichas sensaciones se configuren como saberes. De allí que este subconjunto de sensaciones despierte un placer y un agrado particular, y resulten por ello intrínsecamente atractivas. La capacidad de obtener placer a partir del saber provisto por las sensaciones –más aún cuando éstas no son directamente útiles para la vida– y el deseo que ese placer suscita configuran los parámetros que distinguen al hombre de los animales, al tiempo que posibilitan la existencia de un saber que se constituye como fin en sí mismo –aquello que en Ética a Nicómaco aparecerá como objeto de la vida contemplativa–. Se funden de ese modo el deseo de saber y el saber mismo (el segundo está al comienzo del primero), junto con el sujeto que es capaz de contener a ambos. Ese saber que se constituye como fin en sí mismo o, más precisamente, el movimiento generado por el deseo natural que ese saber despierta –según la lectura foucaultiana de Aristóteles–, configura la base de la filosofía.

Y de resultas quedan elididos el cuerpo y el deseo; el movimiento que lleva en la superficie misma de la sensación hacia el gran conocimiento sereno e incorpóreo de las causas ya es de por sí voluntad oscura de acceder a esa sabiduría; ese movimiento ya es filosofía (Foucault, 2012, p. 28).

Al establecer esta pauta, Aristóteles sustrae el inicio de la filosofía del plano de la decisión, lo naturaliza y lo convierte en un movimiento originario: el deseo de saber no escapa en su naturaleza, ni en acto ni en potencia, al saber que desea. Se comprende así por qué la interpretación de Foucault pone a Aristóteles por sobre Sócrates como fundador de la discursividad filosófica. En la lectura del filósofo francés, la composición aristotélica se instala por detrás de la impronta socrática, quitándole sentido la pregunta que indaga las causas por las cuales el hombre desea conocer. Al ubicar el deseo de saber mucho antes que la adquisición del mismo, en el nivel más bajo de la sensación, y al hacer que ese movimiento sea ya parte del saber, Aristóteles logra que el deseo de saber quede íntegramente envuelto dentro del saber propiamente comprendido (Foucault, 2012, p. 31).

Estos elementos que aparecen en la definición aristotélica que correlaciona deseo y saber resultan sumamente relevantes. Sin embargo, falta todavía un paso fundamental para completar la conexión de todo ello con lo humano. Dicha conexión viene dada por una instancia elidida que sobrevuela equidistante a las otras dos y que tercia entre ellas. Y esa instancia no es otra que la verdad.

Para efectuar el paso del deseo al saber, señala Foucault, se precisa de la presencia de la verdad. Si el deseo puede ser deseo de saber, es porque él ya es cuestión de la verdad. La verdad aparece así como impulsora del deseo de saber, y a la vez como su garante, como el vínculo que hace que el saber y el deseo tengan un único sujeto (Foucault, 2012, pp. 40-41).

La relevancia histórica de esta caracterización se comprueba al sopesar las otras tipologías helénicas del saber que Aristóteles excluye. Por ejemplo, el saber de los héroes trágicos de las obras de Esquilo o Sófocles, el cual distaba mucho de ser deseable por sí mismo. No estaba en la naturaleza de los héroes ir a su encuentro, ni su posesión final despierta en ellos ningún agrado ni ningún placer. Se trata de un saber que ciega, que enloquece y que mata. Lo mismo ocurre con el saber-mercancía, el cual se convierte en un imposible, pues a partir de su íntima vinculación con el deseo, el saber no puede participar de la universalidad de la moneda ni tampoco circular del mismo modo que lo hacen los bienes y las riquezas. Igualmente excluido queda el saber-memoria, aunque sobre este tópico Aristóteles reconozca cierto mérito en Platón, quien con su teoría de la reminiscencia había querido destacar las implicancias de un saber que es anterior a su descubrimiento.

A partir del análisis de los vínculos entre deseo, saber, verdad y sujeto que se perfilan en la definición aristotélica, queda caracterizada esa voluntad de verdad cuya influencia, según la interpretación de Foucault, se extiende con claridad hasta la modernidad. Lo que debe pensarse ahora es la posibilidad de otros regímenes discursivos respecto de la verdad, otros tipos de relación con la verdad que habiliten efectos diferentes.


Hacia el exterior de la voluntad de verdad: siguiendo la estela de Nietzsche

La genealogía de la voluntad de verdad muestra el carácter aleatorio que ocultan los fundamentos de la tradición filosófica. Pero esto todavía no alcanza para habilitar por sí mismo el despliegue de una política de la verdad. Si los análisis arqueológicos y genealógicos sólo llegan a mostrar el conjunto de reglas anónimas que operan al interior de la voluntad de verdad para establecer cuáles son las formas del par saber/verdad que se darán por válidas, el resultado puede ser estimulante, pero no será suficiente. Para alcanzar un horizonte superador se vuelve necesario completar un trayecto que permita pasar por sobre las dicotomías que caracterizan la concepción tradicional del saber, franquear sus límites y situarse fuera de ellos. Ahora bien, una tarea semejante deberá enfrentar grandes dificultades, la primera de las cuales pasa por demostrar que dicha tarea es posible:

¿cómo es posible conocer ese otro lado, ese exterior del conocimiento? ¿Cómo conocer el conocimiento fuera del conocimiento? ¿Hay que suponer una verdad fuera del conocimiento y sobre la cual nos apoyemos para definir desde el exterior los límites de éste? Sin embargo, ¿cómo podríamos tener acceso a esa verdad, como no sea a partir del conocimiento del que se trata de salir?

O bien lo que se dice sobre el conocimiento es verdad, pero sólo puede serlo desde su interior, o bien se habla desde fuera de él, y nada permite afirmar entonces que lo que se dice es verdad.

Vemos perfilarse en los confines del discurso nietzscheano, pero como si aún se cerniera sobre él, la amenaza de Kant. El dilema kantiano es inevitable, a menos… A menos que se cancele la copertenencia de la verdad y el conocimiento; a menos que conocer no sea, por naturaleza, por destinación o por origen, conocer lo verdadero; a menos que lo verdadero no sea lo que se da (o se niega) al conocimiento, aquello que, con éste, tiene un lugar común que permite decir tanto que él, el conocimiento, tiene acceso a lo verdadero, como que lo verdadero está irremediablemente separado de él. Sólo si verdad y conocimiento no se pertenecen de pleno derecho uno a otro, se podrá pasar del otro lado del conocimiento sin caer en la paradoja de una verdad a la vez incognoscible [y] desconocida. (Foucault, 2012, pp. 42-43).

Foucault toma del pensamiento de Nietzsche los tramos que le faltan para completar el trayecto que lleva más allá (o más acá) de la voluntad de verdad. Nietzsche recupera y reincorpora a la problematización de la relación entre deseo, saber y verdad el factor de la voluntad que Aristóteles había sustraído. Si éste había establecido una copertenencia entre el deseo y el conocer a partir del objeto que estas tendencias antropológicas comparten, el cual no sería otro que la verdad, aquél deshace esa implicación para recuperar la preeminencia de una voluntad que instituye y crea la verdad antes que buscarla o perseguirla (Raffin, 2018).

El primer descaro de Nietzsche era decir: ni el hombre, ni las cosas, ni el mundo están hechos para el conocimiento; el conocimiento sobreviene, sin que lo preceda ninguna complicidad ni lo garantice ningún poder. Sobreviene, surgido de lo completamente otro.

El segundo descaro [era] decir: el conocimiento no está hecho para la verdad. La verdad sobreviene, precedida por lo no verdadero o, más bien, por algo que no puede calificarse ni de verdadero ni de no verdadero, porque es anterior a la división propia de la verdad. La verdad emerge de lo que es ajeno a la división de la verdad (Foucault, 2012, p. 230).

Para Nietzsche, el deseo primario no se corresponde con el saber. Por el contrario, se sabe o se conoce para dominar y para imponer. Nietzsche ubica en la voluntad la raíz y la razón de ser de la verdad. Lo que se juega por debajo del acto de conocer y por detrás del sujeto cognoscente no se corresponde con la tarea de buscar y acceder a lo inmutable, sino que se vincula con el despliegue de lo agonal, de los instintos y de la violencia.

Una vez deshecha la correspondencia entre deseo, saber y verdad, esta última aparece como el resultado de una producción nunca indefectible, y la voluntad que la desea, como un pathos que se opone al arte y a la vida (Nietzsche, 2000). La desacralización de la verdad y su supeditación a la voluntad de poder rompe las pautas del naturalismo aristotélico. La voluntad ya no debe ocultar sus condiciones particulares tras el universalismo impostado que exigen la ontología, la epistemología y la moral de la voluntad de verdad. La verdad, en todas sus determinaciones, se articula con la voluntad en la violencia.

Para Foucault, la filosofía nietzscheana supone un intento de separar el deseo de saber de la forma y la ley vinculados a la tipificación de la verdad que Aristóteles fundara. Aparece así el espacio generado a partir del extrañamiento de la voluntad de verdad y su forma de problematizar los vínculos del sujeto con el conocimiento. Aparece el terreno inexplorado que se abre luego de desnaturalizar la correlación entre los pares saber/verdad y voluntad/deseo, luego de historizar el valor que la tradición filosófica le otorga a la verdad, el cual se extiende desde la moral platónica y los regímenes confesionales hasta las producciones de la ciencia moderna.

En esa desacralización de la verdad, en esa rearticulación de la voluntad con las dinámicas del poder, se deshacen las condiciones de cualquier ascetismo y de cualquier objetividad. He ahí la exterioridad que se configura como condición para el despliegue de una política de la verdad.


Conclusiones: el ejercicio de la crítica como política de la verdad

Corresponde ahora, sin pretender agotar el tópico, reponer algunos predicados sobre lo que implica el despliegue de una política de la verdad desde el pensamiento de Michel Foucault.

La pretensión de desplegar una política tal requiere de una desconfianza básica respecto de la verdad. Se asume como punto de partida que no hay algo que pueda comprenderse como un criterio suprahistórico que permita distinguir la verdad de la falsedad, no hay una esencia subyacente que opere definiendo estos polos. La articulación de esta sospecha viene a mostrar que el saber filosófico, caracterizado históricamente por el logocentrismo, la similitud, la adecuación, la beatitud y la unidad, supone una tipología particular de la verdad. Esta tipología logra consolidarse históricamente, pero no por ello deja de ser una entre otras.

La consideración de esta condición permite rastrear las transformaciones, continuidades y rupturas que llevan de un régimen de verdad a otro, de una episteme a otra. Pero esto no significa en modo alguno negar que la verdad existe. No se trata, por lo tanto, de acusar a la verdad de funcionar engañando o encubriendo, de juzgarla por sus ocultamientos planificados y de condenarla al destierro. Antes bien, se trata de comprender que los sujetos están permanentemente atravesados por relaciones de poder y de relaciones consigo mismos, las cuales, a su vez, son estipuladas en base a un determinado régimen de verdad. Es por eso que la producción de verdad se vincula más íntimamente con la política que con la filosofía (Foucault, 1981).

Foucault asume esos supuestos para proponer una relectura de Aristóteles desde la cual se descompone la figura del sujeto humano que se equipara con el sujeto de un saber independiente y autonómico, un sujeto y un saber conformados definitivamente, que se piensan como anteriores a las condiciones efectivas e históricas de la existencia, las cuales sólo podrán imprimirse sobre ellos. El filósofo francés muestra que tanto el sujeto como el saber son producto de prácticas sociales. Por lo tanto, la historización del saber, de la verdad, del sujeto y de los vínculos que se establecen entre ellos tendrá por efecto la apertura de horizontes de transformación política.

Una continuación de estos planteos puede encontrarse en la forma en la que Foucault vuelve a dirigir su atención hacia el problema de la verdad una década después de las indagaciones que fueran referidas en los apartados anteriores. A comienzos de la década del 80’, Foucault se plantea estudiar “el gobierno de los hombres por la manifestación de la verdad en la forma de la subjetividad” (Foucault, 2014, p. 103); trazar una “historia política de las veridicciones” a fin de analizar “cómo los sujetos están efectivamente ligados en y por las formas de veridicción en las que se involucran” (Foucault, 2014, p. 9). En estos cursos, Foucault refuerza la idea de que la verdad configura una instancia a la cual el sujeto queda ligado: no hay constitución del sujeto sin un vínculo con una verdad determinada, vínculo en el cual aquél queda comprometido al interior de un régimen de verdad que impone ciertas obligaciones, como puede apreciarse en el ejemplo del rito confesional. De allí su relevancia política:

Se trataría de analizar, no, en modo alguno, cuáles son las formas del discurso que permiten reconocerlo como veraz, sino: bajo qué forma, en su acto de decir la verdad, el individuo se autoconstituye y es constituido por los otros como sujeto que emite un discurso de verdad; bajo qué forma se presenta, a sus propios ojos y los de los otros, aquel que es veraz en el decir; [cuál es] la forma del sujeto que dice la verdad (Foucault, 2010, p. 19).

Así, para Foucault, la verdad opera en dos niveles: por una parte implica el efecto político que involucra la correspondencia, aceptación o validez de tal o cual enunciado; y por otra, la producción de determinados mecanismos que sirven para poner en práctica esos enunciados. Se manifiesta de ese modo la anexión indefectible de la verdad a un cierto entramado de poder. Dentro de dicho entramado, la verdad desempeña un rol central en la génesis de una psique, de una determinada figuración de “el hombre”, de una cierta moral.

Teniendo en cuenta la influencia de Nietzsche, la historia política de la verdad se despliega como una nueva genealogía de la moral que afirma la necesidad de establecer una analítica de la verdad desde una exterioridad respecto de las formas tradicionales. En este sentido, la referencia a la política de la verdad remite a las tecnologías de gobierno que contribuyen a la sujeción de los individuos mediante dispositivos que se valen de ella. De allí que la voluntad de intentar rebasar los límites fijados por esos dispositivos deba adoptar la forma de la crítica.


Y si la gubernamentalización es ese movimiento por el cual se trataba, en la realidad misma, de una práctica social de sujeción de individuos por medio de mecanismos de poder que reclaman para sí una verdad; pues bien, diría que la crítica es el movimiento por medio del cual el sujeto se arroga el derecho de interrogar a la verdad sobre sus efectos de poder y al poder sobre sus discursos de verdad. En otras palabras, la crítica será el arte de la in-servidumbre voluntaria, el arte de la indocilidad reflexiva. La crítica tendría esencialmente por función la des-sujeción en el juego de lo que pudiéramos llamar la “política de la verdad” (Foucault, 1995, p. 5).

La crítica retiene la potencia de generar efectos de subjetivación que restrinjan o bien que amplíen los márgenes de libertad que tienen los sujetos en torno a la posibilidad de transformarse a sí mismos. El ejercicio de la crítica se configura como la resistencia frente a ese poder que se vale de la verdad. La resistencia, entonces, pasará por el despliegue de una actitud de indocilidad reflexiva, una apuesta por la desujeción (desujetación) de los mecanismos de poder que funcionan a partir de la invocación de una verdad diferente (Botticelli, 2014; 2023).

Pero este esquema en donde la política de la verdad aparece como aquello contra lo cual la crítica debe ejercerse resulta incompleto. Recuperando los predicados señalados al final del primer apartado de este escrito, cabe afirmar desde Foucault un espacio donde las búsquedas de formas alternativas de composición de la subjetividad también pueden (y deben) entenderse en clave política.

Según la perspectiva tradicional, es relativamente sencillo pensar las condiciones que debe reunir una verdad de la política. Allí, la política opera como medio y la verdad como fin, por eso la segunda prima sobre la primera y se convierte en soberana. La perspectiva foucaultiana habilita una inversión de ese vínculo. Si la verdad es el producto de un conjunto de prácticas íntimamente vinculadas con la producción de subjetividad, ella se constituye como un medio a través del cual se persiguen fines políticos. Y estos fines pueden apuntar a reforzar la sujeción o bien a impulsar nuevas experiencias –individuales y colectivas– a partir del sostenimiento de verdades diversas. En definitiva, la filosofía entendida como ejercicio del decir verdadero debe superar la prueba de la realidad de lo político:

Para que una filosofía –tanto en nuestros días como en tiempos de Platón– haga la prueba de su realidad, es indispensable que sea capaz de decir la verdad con respecto a la acción [política], que diga la verdad sea en nombre de un análisis crítico, sea en nombre de una filosofía, de una concepción de los derechos, sea en nombre de una concepción de la soberanía, etc. (Foucault, 2008, pp. 296).

Una filosofía que sostenga la verdad no es una filosofía que se aboca a descubrir o desenmascarar, sino a producir o experimentar. Y en ese sentido, será una filosofía indefectiblemente política.


Referencias

Aristóteles. (1994). Metafísica. Madrid: Gredos.

Blengino, L. (2018). “El pensamiento político de Michel Foucault. Cartografía histórica del poder y diagnóstico del presente”. Madrid: Guillermo Escolar Editor.

Botticelli, S. (2011). “Prácticas discursivas. El abordaje del discurso en el pensamiento de Michel Foucault”. Instantes y Azares. Escrituras nietzscheanas, pp. 111-126.

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1 Esta es la concepción que Foucault expresa de manera palmaria durante el coloquio que protagonizó junto con Noam Chomsky en 1971. Allí, el filósofo francés afirma que su interés por la política resulta casi indefectible, pues se trata de un aspecto central de la existencia humana en tanto que el funcionamiento político de las sociedades abarca las relaciones económicas y los sistemas de poder que definen conductas mediante habilitaciones y prohibiciones: “Qué ceguera, qué sordera, qué densidad de ideología debería cargar para evitar el interés por lo que probablemente sea el tema más crucial de nuestra existencia, esto es, la sociedad en la que vivimos, las relaciones económicas dentro de las que funciona y el sistema de poder que define las maneras, lo permitido y lo prohibido de nuestra conducta. Después de todo, la esencia de nuestra vida consiste en el funcionamiento político de la sociedad en la que nos encontramos” (Chomsky & Foucault, 2006, pp. 53-54).

2 Así lo señalará el propio Foucault a partir las experiencias que él pudo recoger en sus viajes a Irán durante los acontecimientos revolucionarios que tuvieron lugar entre 1978 y 1979: “Es una ley de la historia que mientras más simple es la voluntad del pueblo, más complica el trabajo de los políticos. Esto es indudablemente porque la política no es lo que pretende ser, la expresión de una voluntad colectiva. La política respira bien sólo cuando esta voluntad es múltiple, vacilante, confusa y oscura incluso para sí misma” (Foucault, 1978, p. 2).

3 El término griego que en el pasaje citado por Foucault aparece traducido al francés como “plaisir” es agápesis (άγάπησις), que dirigido a personas implica amor, afecto, aprecio, y dirigido a las cosas, aprecio, estima, interés, pero también deleite. Foucault así lo describe: el agrado con que recibimos algo que nos place. En las traducciones del griego al español, este término aparece traducido comúnmente como “amor”.