Tecnicidad y sacralidad en Gilbert Simondon
Technicality and sacredness in gilbert simondon
Sergio Espinosa Proa https://orcid.org/0000-0003-1186-435X
Universidad Autónoma de Zacatecas
sproa52@hotmail.com
Recibido: 5/10/2022
Aceptado: 8/12/2022
Citación sugerida: Espinosa Proa, S. (2022). Tecnicidad y sacralidad en Gilbert Simondon. Latin American Journal of Humanities and Educational Divergences. 1 (2),1-13.
Resumen
Este artículo aborda el problema de la conexión entre la técnica y lo sagrado, apoyándose en las tesis de Gilbert Simondon sobre tecnicidad y sacralidad, contenidas esencialmente en sus cursos Sobre la Técnica, impartidos en París V en las décadas de los 60 y de los 70. Se discute en paralelo la posición de Mircea Eliade, que sirve también para entender y situar correctamente la obra de Simondon. El trasfondo de todo el ensayo es el monismo filosófico, que se opone al dualismo metafísico tradicional.
Palabras clave: Tecnicidad, sacralidad, Simondon
Abstract
This article addresses the problem of the connection between technique and the sacred, basing itself on Gilbert Simondon’s theses on technicality and sacredness, contained essentially in his Courses on Technique, given at Paris V in the 1960s and 1970s. The position of Mircea Eliade, which also serves to understand and correctly situate Simondon’s work, is discussed in parallel. The background of the whole essay is philosophical monism, which is opposed to traditional metaphysical dualism.
Keywords: Technicality, Sacrality, Simondon
Introducción
I
El monismo —sólo hay una Sustancia, sólo un Mundo, una Realidad— no es una simple reducción metodológica del ser. A partir de él se vuelve posible advertir —con mucho mayor grado de certidumbre— los niveles o estratos o dimensiones en que éste se despliega: físico, biológico, psico-social. El monismo no es simple: por el contrario, permite acoger y comprender la complejidad del Mundo. Hay un solo Mundo, sin discusión, pero hay también dentro de él modos de existencia diferenciables con completo rigor. Esta fórmula procede de Gilbert Simondon, pero no ha de ocultarse que su antecedente directo es Baruch Spinoza. Una Sustancia, Dos Atributos (a nuestros ojos), innumerables Modos. Es, asimismo, el Mundo de Hobbes, de Montaigne, de Bruno, de Galileo... ¿También el de Nietzsche? En concreto, Simondon se aparta de concepciones adjetivas del objeto técnico para dar lugar a una consideración sustantiva. Que ellos tengan un modo de existencia significa que no podrían agotarse en su propiedad de utensilios. Tampoco los define solamente el hecho de que hayan sido manufacturas humanas. ¿Qué cosa los determina entonces? No parece tan complicado: en principio, que funcionen. Y que funcionen de manera estable y no autodestructiva. Lo demás —que sean baratos o caros, atractivos o desagradables, que tranquilicen y relajen o sean desasosegantes— es externo. "Lo demás" forma, sin embargo, una especie de halo, un carapacho de expectativas y de representaciones; el objeto técnico se rodea de caprichos y ensoñaciones que, en esencia, le son indiferentes. Irónicamente, este halo se halla más o menos integrado en su producción. No es cosa fácil separarlo. Simondon le dedica por lo mismo varios artículos y cursos. Es el caso de Psicosociología de la tecnicidad (1960-1961), recogido en Sobre la técnica (2017, pp. 35-130). Su tema consiste en el paso del objeto técnico —la liberación de su objetividad funcional— a su objetualidad espontánea. ¿Se verifica aquí el nacimiento del arte? Seguramente: después de todo, el arte es una forma de suspender la seriedad —la objetividad— del objeto técnico. Pero, en realidad, una operación como esta no se restringe a la creación de obras maestras; el objeto es librado en general a una existencia aventurera. Queda expuesto a los caprichos de los hombres: errores, ilusiones, mitos, prejuicios. No por ello dejarían de exhibir sumo interés. En su Presentación, Jean-Yves Chateau lo señala oportunamente: la cuestión arranca de pensar lo humano en su unidad, pero cuidándose de invocar esencias abstractas y fijas (Simondon, 2017, p. 25). La unidad de lo humano obliga entonces a considerar a la tecnicidad como una modalidad fundamental de relación con el mundo, junto a la magia, el arte, la religión, la ciencia, la ética o la filosofía. "La tecnicidad es primero un asunto de relación entre el hombre y el mundo antes de ser un asunto de los objetos técnicos, incluso cuando la tecnicidad de los objetos técnicos refleje, por decirlo así, la esencia de la tecnicidad" (Simondon, 2017 p. 29). Todo esto significa que el hombre no se relaciona con la técnica como si se tratara de un sistema de utensilios dado de manera neutral e independiente. Lo es, pero primero debe admitirse que la tecnicidad forma sistema con el Mundo. Esto significa, para empezar, que es relativamente autónoma. Como, por otra parte, lo son todas las demás. Cada modalidad de existencia apunta en una dirección específica; no se trata, como querría haber pensado y escrito Hegel, de un juego de relevos. La religión persigue una cosa, la filosofía otra, el arte una muy distinta. ¿Qué quiere la técnica? No sólo hacer negocio, o lograr que la existencia humana sea más fácil y confortable; de acuerdo con Simondon, la construcción de máquinas busca hacer más lenta la degradación de la vida. ¡Vaya encomienda! ¿Qué cosa o qué fuerza motiva semejante afán? Sólo parecería legítima y apropiada una respuesta: la voluntad de Poder. Bien entendida, naturalmente.
La sentencia de Simondon se aprecia inapelable: "La máquina es aquello por medio de lo cual el hombre se opone a la muerte del universo; hace más lenta, como la vida, la degradación de la energía y se convierte en estabilizadora del mundo" (2017, p. 31). Somos physis que despliegan o segregan techné. Dicho en palabras que debemos respetar: "Somos seres naturales que tenemos una deuda de techné para poder pagar la physis que está en nosotros; el germen de physis que está en nosotros se dilata en techné alrededor" (2017, p. 32). Este lenguaje se encuentra totalmente impregnado del espíritu presocrático; es, en primera instancia, el de Anaximandro. No se trata de que meramente recuerde al milesio; Simondon se instala, con deliberación, y por razones bien fundadas, en un campamento anterior al platonismo. La techné —que, por lo demás, no coincide exactamente con nuestras definiciones metafísicas— paga la deuda de nuestra physis (que, por su parte, difiere de la concepción científica, consensuada, oficial, de "Naturaleza"). ¿Cómo concebir correctamente este "pagar la deuda"? Emprenderemos, para intentar responder, el rodeo de la tecnicidad (que no es lo mismo que la técnica). Lo primero por decir es que el objeto técnico se encuentra predeterminado. Su existencia no se reduce a servir como facilitador ni como símbolo de otra cosa. La Torre Eiffel no servía para nada ni era símbolo de nada. Eso vino después; pero no se construyó para eso. Simondon, oponiéndose con elegancia a Heidegger, lanza un guiño a Mircea Eliade: para entender la tecnicidad es útil entender al mismo tiempo la sacralidad. No son la misma cosa, pero, por hipótesis, designan estructuras isomórficas. Son como telarañas; una dispone objetos, la otra, símbolos. La primera no se agota en la utilidad o la naturaleza de utensilio de los objetos técnicos; pues ellos, como ya hemos señalado, viven también una vida aventurera. Son díscolos, rebeldes. Que sean útiles o que satisfagan exigencias de prestigio social es, si no accidental, sí superficial. La tecnicidad no se halla a disposición de los hombres; es este un principio estratégico que siempre será irrenunciable tomar en cuenta. Sin él, no sería posible descifrar el sentido de la sentencia recién formulada: la techné paga nuestra deuda con la physis. Sin él, todo sería magia, es decir, eficacia simbólica. Simbólicamente, o imaginariamente, podemos ir a la Luna y volver de ella en segundos; técnicamente, se requieren otros elementos, que ya no dependen sólo de la voluntad. Sólo es factible hacer ciertas cosas; no todas, ni cualquiera, ni cuando se nos antoje. En su curso sobre la psicosociología de la tecnicidad, Simondon aborda temas aparentemente alejados del tratamiento técnico: la diferencia entre Cultura y Civilización, el ostracismo del objeto técnico nuevo, la recaptura fanerotécnica o criptotécnica, las tecnofanías, la neotenia, la ritualización, el juego y la infancia, la presencia de la mujer, la actitud de la población rural, los procesos de impregnación... Los resultados podrán sorprender. Hay todo un mundo anterior —y hecho marginal— antes de entrar en posesión y empleo de los objetos técnicos, trátese de un automóvil, de un radio, de un telescopio, de un horno de microondas, de unos zapatos para jugar al tenis. Debe atenderse a un lazo de connaturalidad funcional primitiva que nos permite —o nos priva— de establecer nexos de fraternidad con los innumerables artefactos que pueblan y amueblan nuestras vidas. Se trenzan, inevitablemente, vínculos de amor/odio y de señorío/esclavitud con ellos. En definitiva, y resumiendo quizá en exceso, no existe El Hombre, y tampoco La Técnica. Son rótulos inservibles para entender la vida. Ningún sujeto mantiene neutralidad delante de un objeto técnico (y estamos literalmente hasta las orejas de ellos). ¡Tal vez un día se prohíba por ley destruir a una máquina de escribir o una cámara fotográfica! No estaría de más.
II
Existe una clasificación que presta sus servicios para percibir mejor algunos rasgos de la sociedad moderna: la diferencia o desnivel o asimetría entre la Cultura y la Civilización. Lo primero que salta a la vista es que la Cultura permite comprender la necesidad de la Civilización, pero no al revés. El ejemplo más notable es el de la etnología. Producto de la segunda, se aprecia, mirada con imparcialidad, y más allá de lo que los propios antropólogos, en cuanto especialistas o expertos supongan, incapaz de entender cabalmente a la primera. La Ciencia es menor —en todos los sentidos— que la Cultura; más joven, más rígida y más limitada que ésta. Posee otras ventajas, como la eficacia o la simplicidad o la universalidad, pero la comprensión —distinta, metódicamente, de la explicación— no constituye su fuerte. Es más agresiva e insensible, al grado de que una buena cantidad de filósofos e historiadores se han sentido compelidos a adoptar y a desarrollar una actitud defensiva. Es el caso de Martin Heidegger, de Mircea Eliade, de Arnold Toynbee. Por supuesto que hay más. La Cultura, más frágil, ha de ser protegida, piensan ellos, de la violencia tecnocientífica. La posición de Simondon se ofrece al respecto como mucho menos paranoica. La técnica no forzosamente está en contra de la Cultura (articulada menos por conceptos que por imágenes y símbolos); y de lo que se trata es de disminuir su presunta oposición a fin de aproximarse a una reconstitución no compulsiva de la unidad. Que ello es factible, en modo alguno utópico, es su premisa implícita. Lo sagrado y lo profano no se hallan en un conflicto tan flagrante como aquel que estos observadores proclaman (y del que extraen considerable energía para sus construcciones). Tal concepción es, ella misma, mitológica, es decir: falsa. Pero, además, atenta contra la misma sacralidad: "Esta lucha contra un enemigo falso", apunta Simondon, nos parece nociva para la misma sacralidad. Se toma con demasiada facilidad al objeto técnico como chivo expiatorio. Si todos nuestros sufrimientos provinieran de los objetos técnicos, bastaría con hundirlos en el mar luego de haberlos cargado ritualmente con nuestras faltas. (2017, p. 80)
Debe comenzarse por señalar —como se ha hecho ya en el apartado anterior— que los objetos técnicos no sólo son fabricados con vistas a la utilidad que aportan. En el horizonte de semejante planteamiento, lo que aparece con cierta nitidez es un isomorfismo básico entre la sacralidad y la tecnicidad, con lo cual la desmitificación, de tornarse perentoria, ha de realizarse de modo parejo. Emprenderla contra uno de los ámbitos para preservar el otro es lo habitual, pero también lo más sencillo y, en general, contraproducente. Es necesario previamente comprender, y después, si fuera el caso, juzgar. El análisis de Simondon arranca de esta paridad. Los objetos técnicos pertenecen, sin apelación, a un nivel primario de sacralidad, consistente en su carácter de fetiches o amuletos. Ningún objeto hecho por seres humanos, del Paleolítico al siglo XXI, se encuentra libre de ello: de la cuchara al pectoral, de la cerbatana al plumero, de la patineta a la Fórmula Uno. Ni qué decir de los artefactos que menciona en un comienzo Simondon: la lavadora, el refrigerador, la lapicera, el automóvil. Todos se han fetichizado. Han llegado a ser el doble misterioso del trabajo, algo que hacen, automáticamente y sin chistar, aquello que ha de cumplirse. En términos fuertes, se dirá que lo profano se ha sacralizado, con voluntad o sin ella. Es tonto e inútil preservar a lo sagrado, o defenderlo de la técnica, porque su tinta o su aroma han traspasado los límites oficiales. He aquí una sentencia inolvidable: "'Moderna' significa 'mágica' para el subconsciente individual del usuario" (2017, p. 82). Los objetos técnicos no desacralizan al mundo, sino que lo resacralizan de una forma inconsciente y generalizada. Karl Marx no se engañó demasiado sobre el fetichismo de la mercancía.
Donde quizá sí se confundió el de Tréveris fue en su creencia de que las cosas volverían, gracias a la revolución social, a la supresión de la alienación económica, a la racionalización del mundo, a ser solamente aquello para lo que fueron fabricadas: a saber, meros objetos de uso. Para Simondon eso sí que se antoja utópico o ilusorio. Porque nada hay exento de un coeficiente mágico. "Un objeto es moderno por la respuesta que da a formas paleopsíquicas de deseo, y el contenido real de la cualidad de modernidad está hecho de esquemas arcaicos de pensamiento" (2017, p. 82). Las pretensiones de la modernidad han sido desmesuradas, puesto que el deseo no sufre, con el tiempo, ni con la emergencia de condiciones inéditas, una transformación apreciable. Siempre sería, más o menos, el mismo. Que los objetos técnicos sean automáticos obedece, por caso, a una ansiedad venida desde muy lejos. También intervienen en su existencia el temor al fracaso y al peligro. El fascinante análisis practicado por Simondon recalca el carácter arcaico de la modernidad: nadie supondría que el automatismo del objeto técnico responde en el fondo a una exigencia de protección sobrenatural. De ahí su tesis, no poco sorprendente, de que la degradación de lo sacro es paralela a la erosión o pauperización de lo técnico. ¿En qué se transforman? En ambas dimensiones se aplica una misma e idéntica presión: lo sagrado se rebaja a superstición y magia negra (o blanca), y lo técnico a una objetualidad fragmentada en la que los objetos pierden su conexión orgánica. El ejemplo elegido por Simondon me ha recordado una situación muy curiosa sucedida hace bastantes años en un ejido perdido de la península yucateca (Catmis, cerca de Peto): en la década de los 70, una cooperativa de apicultores mayas decidió invertir los pingües beneficios de la exportación de miel, durante cuatro años, en la adquisición de un Studebaker modelo 1957, automóvil costosísimo, de colección, que sólo podía ser usado por parte de la comunidad un mes al año dadas las condiciones de lejanía, aislamiento y humedad del lugar. Era ilógico gastar en algo semejante, pero los mayas, que apenas hablaban castellano, se mostraban, ante los antropólogos —equipados con todo un arsenal de opciones racionales a propósito del buen empleo de sus ganancias—, sumamente orgullosos de su compra. Es obvio que aquí no habría que precipitarse en la interpretación. Una golondrina no hace un verano; pero concuerda con la lectura que propone Simondon: ningún artefacto, por más técnico y soso que se presente, se puede aislar o reducir a su aspecto simplemente funcional. ¡O funciona de extrañas maneras! El utensilio, querámoslo o no, opera como símbolo. Y esta propiedad conduce de modo directo a la tesis simondoniana, sumamente fértil por lo demás, de que aquello que asegura la comunicación entre las estructuras isomórficas de la sacralidad y la tecnicidad es el arte o el objeto estético. En el ejemplo aducido, los miembros de la cooperativa podrían muy bien haber comprado un piano, o una escultura. El automóvil adopta sin mayor consagración un halo sacral. De modo general, la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert sirvió, dado su carácter de panegiria tecnológica, para mostrar y afianzar el isomorfismo estructural señalado:
En este sentido, podemos considerar las categorías tecnológicas de la Enciclopedia como una culminación y también como un momento de pasaje: nacieron del encuentro entre el prestigio todavía vivo de lo sobrenatural cósmico y el poder ya tangible de los nuevos objetos técnicos que se descubren a la medida de las fuerzas del universo: lo antiguo y lo nuevo que se funden en una categoría estética. (2017, p. 109)
El paso de lo sobrenatural a la naturaleza (y de ésta a aquéllo) se halla en adelante garantizado por semejantes tecnofanías. Ya no es la Biblia nada más; no tardará mucho en poblarse el cielo de aeroplanos. Con ello, se hará propicia la formación de nuevas mitologías que, como el marxismo, piensan con enorme resolución explotar la naturaleza por encima de intereses facciosos. Que nada —ni natural ni sobrenatural— bloquee el desarrollo de las fuerzas productivas. Se ha dejado atrás la dulzura del Siglo de las Luces para entrar de lleno en la dureza de la Edad del Hierro.
III
Después de todo, se advierte que no es lo mismo la técnica que la tecnicidad, de modo análogo a como ocurre con la diferencia que media entre lo sagrado y la sacralidad. El paso del sustantivo al adverbio expresa, en forma gramatical, el paso de lo subjetivo a lo objetivo. Ambos elementos se desprenden de su carácter intencional —la técnica es útil, lo sagrado es intocable— para devenir autónomos: ya no dependen de lo que, habitualmente, se esperaría de ellos. Cobran una especie de independencia, de indiferencia: de prepotencia. Ni la sacralidad, ni la tecnicidad, parecen gestos humanos; tendrían, en principio, tal rasgo en común. Un investigador científico se comporta de un modo muy similar a un operador religioso —y viceversa. Pero sólo hasta determinado límite. Apropiadamente consideradas, tecnicidad y sacralidad se deslizan y articulan en sentidos contrarios. Son redes que se intersectan y con frecuencia colisionan; no persiguen la satisfacción, a pesar de su isomorfismo, de las mismas demandas. Isomórficas no quiere decir idénticas o redundantes, ni siquiera coincidentes; el conflicto es muy real: la tecnicidad pluraliza y produce equivalencias, mientras que la sacralidad unifica y se condensa en lo irremplazable. El universo de este último modelo es dualista —lo sagrado por un lado y lo profano por otro—, en tanto que el de la tecnicidad es monista (y, por la misma razón, pluralista). No coinciden en absoluto, pero —¡Aleluya!— gracias al Arte (que ahora podríamos denominar esteticidad), convergen. Está bastante claro que el papel de las intenciones conscientes se encuentra, en semejante paradigma, muy debilitado; la perspectiva difiere completamente del humanismo clásico o tradicional. Tecnicidad, sacralidad y esteticidad apuntan a estructuras, no a posturas ideológicas o a sistemas de valores; son parcialmente inconscientes. Ninguna sociedad puede darse el lujo de prescindir de lo incomparable, pero tampoco sabría sobrevivir sin un plexo de utensilios, cuyo empleo tiende a ser universal. El Arte enlaza, casi milagrosamente, esos dos ámbitos. Es humano —y no. Irremplazable, único —y abierto al futuro social de la creatividad. Simondon puede concluir entonces con entera consecuencia:
Pero la categoría estética, al hacer converger tecnicidad y sacralidad, no es la categoría estética habitual desligable del mundo. Es una preocupación de totalidad y de organización de lo real que existe según sus líneas y poderes para agregar, en conformidad con la unicidad de este mundo único, una sobredeterminación aportada por la creatividad de las técnicas: en dicha estética de la totalidad hay una percepción de la sacralidad, es decir, de la unicidad del mundo dado, anterior a la tecnicidad, base de la constructividad, sistema abierto de la naturaleza completa. (2017, p. 123)
La función asignada al objeto estético es cualquier cosa menos suplementaria o derivada; logra devolver la unicidad a lo común y corriente. Hace ver, en resumidas cuentas, que los objetos, del mismo modo que los sujetos, no han dejado de existir, en lo fundamental, como piezas inintercambiables. "Todo ser es el santuario de sí mismo", dice Simondon en esa misma página. En tal orden de ideas, lo sagrado no tiende a desaparecer, pero vaya si sufre presiones que también afectan a lo técnico para degradarse y distorsionarse. Vale la pena insistir: no es lo técnico aquello que amenaza y disuelve a lo sagrado, como sugiere cierto humanismo trasnochado y maniqueo. La tecnicidad pertenece al objeto con los mismos derechos en que la sacralidad les pertenece a ellos. Cada objeto se halla desgarrado internamente por su valor de uso y su unicidad absoluta. Bien entendido que la sacralidad no es reducible a la ética, porque ésta no puede ser fácilmente universalizada. Que la concordancia entre tecnicidad y sacralidad en el plexo de la esteticidad es factible lo demuestra la existencia de momentos prodigiosos como el del mundo griego antiguo y el del Renacimiento italiano.
El Arte, no la Teología: las sociedades fraguadas en el calor del crisol cristiano lo han confundido todo, conduciéndolo a un extremo intolerable. Cuando la sacralidad es monopolizada por una secta o confesión, sea la que sea, el irremisible efecto será la hipocresía y la simulación, cuando no la violencia. A la Iglesia institucionalizada le ha resultado demasiado fácil oponer una moral heterónoma a la naturaleza, y, cuando le ha convenido, oponer la pureza e inocencia de ésta a las manipulaciones de una técnica malvada. Pero no es en absoluto a esta formación reactiva a quien correspondería la defensa de la sacralidad. No significa ésta que algo o alguien sea mejor, o más santo, más puro, o más limpio, o más digno que otra cosa o persona. Lo sagrado, como hemos visto, consiste en saber que existe un límite intransgredible en virtud del cual ya nada podría ser utilizado sin destruirlo. Apunta al sentido kafkiano de lo indestructible, pero ese borde no viene trazado jamás por una Ley Revelada, sino por una suerte de Tierra de Nadie que hace de lo humano una fuerza entre muchas otras dentro un plexo infinito. La religión es un fenómeno local que se desnaturaliza al pretender aplicarse universalmente; la sacralidad, en cambio, no adolece de semejante limitación, ya que es predicable de todos los seres, o de una de sus dimensiones más íntimas e inalienables. En un curso impartido en 1980 en París V, en torno al Arte y naturaleza, Simondon escribe, hablando de la irrupción de lo técnico en la Antigüedad: "Para Lucrecio, es un Dios quien se atrevió a levantar primero su mirada hacia el cielo y desafiar a los dioses, en lugar de ceder al miedo" (2017, p. 178). Desde esta perspectiva, los alquimistas superan a los cartesianos, aunque, histórica y técnicamente, hayan fracasado sin esperanza. Porque Descartes, fiel a sus coordenadas espirituales, ha pretendido dominar a la Naturaleza, nunca imitarla o producirla. Para ello se ha visto obligado a reducirla y a caer en una simplificación brutal. La naturaleza jamás ha funcionado de manera tan burda. Es palmario que el sistema de Baruch Spinoza supera ampliamente a los propuestos en su momento por Malebranche y Leibniz a fin de eliminar las lagunas cartesianas. El del holandés sorprende por su simplicidad, no por su simpleza. La solución no es tan forzada, porque basta pensar al Ser como una sola Sustancia. Desaparecen multitud de problemas, completamente innecesarios. Uno de ellos —pero con él es suficiente— es la supuesta existencia del libre albedrío, congruente con una visión dualista, característica de la Metafísica Cristiana. "La libertad es la de la existencia en el seno de la sustancia, no la de una autocreación" (2017, p. 184). La naturaleza no puede entenderse como un reino contrapuesto al de la libertad moral; he ahí uno de los valladares más tenaces interpuestos por la Teología. Porque, en definitiva, no hay comparación entre la Naturaleza —lo Real— y el Arte (la Técnica o el Espíritu). Aquélla es infinita; el ser humano, no. De tal convicción podríamos estar, al cabo, positivamente seguros. La Teología Humanista aporta argumentos increíblemente pobres para procurar revertir esta asimetría. El sueño de Descartes se ha cumplido, con creces, en multitud de respectos, pero eso no equivale a considerar que la misión divina del Hombre consiste en dominar a la Naturaleza. No lo ha podido hacer y está fuera de dudas que jamás lo hará. Las frases de Simondon pronunciadas al término de su curso desalientan cualquier veleidad tecnofílica o apologética:
El hombre y su técnica son una singularidad ínfima del universo, completamente superada en dimensión, potencia y duración por el cosmos. (...) Una singularidad no puede ser capaz de lo universal. (...) En el estado actual del conocimiento, incluso si las técnicas pueden dilatar al hombre, no pueden, sin duda porque son su producto y siguen siendo de menor información que él, sustraerlo por una mutación impensable a su existencia de soportado en relación con un soporte. (...) El sistema humano, con todo aquello que lo engendra, incluida la técnica, (...) es secundario por relación a la naturaleza y está en situación de inferioridad por relación a ella. El hombre no es amo de la naturaleza. (2017, pp. 196-197) Por ende, tampoco sus dioses, y menos que cualquiera aquel que se ha soñado Todopoderoso.
Contribución de autoría
Sergio Espinosa Proa fue el único autor
Fuente de financiamiento:
Autofinanciado
Potenciales conflictos de interés:
Ninguno
Referencias
Simondon, G. (2017). Sobre la técnica. Cactus.