La apologética de la falacia: un saber sin retorno

The apologetics of the fallacy: a knowledge without return



Roberto de J. Villamil Pérez https://orcid.org/0000-0003-1000-6249

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

orbe07@gmail.com

 

 

Recibido: 15/11/2022

Aceptado: 22/12/2022



Citación sugerida: Villamil Pérez, R. (2022). La apologética de la falacia: un saber sin retorno. Latin American Journal of Humanities and Educational Divergences. 1 (2),1-27.



Resumen

El artículo expone tres planos de reflexión alrededor de un signo contemporáneo de malestar social: la apologética de la falacia, un discurso que conforma un sistema actitudinal que afirma el no saber, un saber sin retorno, sin reflexión y próximo a la idea de la tontería que desarrolla Stiegler. Los tres planos de análisis se enmarcan en el debate de las ideas sobre salud social, principalmente las que circulan globalmente y que son expresión del pensamiento de organismos internacionales.

Palabras clave: salud social, malestar social, Phármakon, tontería.



Abstract

The article presents three levels of reflection around a contemporary sign of social malaise: the apologetics of fallacy, a discourse that shapes an attitudinal system that affirms not knowing, a knowledge without return, without reflection and close to the idea of foolishness developed by Stiegler. The three levels of analysis are framed in the debate on ideas about social health, mainly those that circulate globally and are an expression of the thinking of international organizations.

Keywords: social health, social malaise, Phármakon, nonsense.



A medida que las imágenes de la naturaleza humana

se hacen cada vez más problemáticas,

se siente cada vez más la necesidad de prestar atención más estrecha

pero más imaginaria a las prácticas y a las catástrofes sociales

que revelan y moldean la naturaleza de los seres humanos

en este tiempo de inquietud civil y de conflicto ideológico”

C.Wright Mills, La imaginación sociológica, 1959

Introducción

El propósito de este artículo es plantear tres planos de reflexión alrededor de un signo contemporáneo de malestar social: la apologética de la falacia, un discurso que conforma un sistema actitudinal que afirma el no saber, un saber sin retorno, sin reflexión y próximo a la idea de la tontería que desarrolla Stiegler. Los tres planos de análisis se enmarcan en el debate de las ideas sobre salud social, principalmente las que circulan globalmente y que son expresión del pensamiento de organismos internacionales. Los planos de reflexión alrededor de este signo de malestar parten de las viejas provocaciones intelectuales de C.W. Mills sobre la potencialidad de la imaginación sociológica, de la teoría de Niklas Luhman sobre la confianza como reducción de la complejidad, la revisión crítica de Johannes Rubeck sobre la alienación en Marx que dieron pauta a elaborar la idea de la mercantilización del voto y, finalmente, de las aportaciones teóricas de Bernard Stiegler sobre las sociedades organológicas y la noción del phármakon como soporte material de la memoria (técnica) en tanto exteriorización de saber. La articulación de la apologética de la falacia con la noción de proletarización en Bernard Stiegler, en el contexto de esas ideas lo he tomado como un punto de partida y lo considero pertinente. El texto de Paolo Vignola Entre síntoma y fármakon… ha contribuido significativamente a la elaboración de este trabajo el cual nos da una visión articulada del marco conceptual de Stiegler. La línea de reflexión, sin duda esquemática, sigue el camino de Berger y Luckman (2003) de la sociología del conocimiento; señalar cómo ciertas nociones y prácticas colectivas han llegado a establecerse en una sociedad. La acción política crea realidad y el interés central de este ensayo es establecer un punto de partida que permita aportar cierto entendimiento de cómo esa realidad puede desaparecer para un individuo o para una colectividad. Una realidad alterna es también un escenario de vida social aprendida, un fenómeno independiente a nuestra volición; una vez creado no podemos modificarlo fácilmente. El interés se aparta de ponderaciones y preferencias, pero camina en paralelo a inquietudes actuales; es un intento por entender y ubicar nuestras preocupaciones en el espacio histórico de las relaciones entre biografía y su circunstancia.

Salud

Durante mucho tiempo salud, en la óptica del modelo biomédico, se entendió en términos negativos, es decir, como ausencia de enfermedad en el cuerpo, apartando otros aspectos por ejemplo sociales, económicos y políticos, quizá porque la evidencia del saber médico centra en esa noción de salud la posibilidad de reducir la complejidad de lo que significa salud, reafirmando el concepto de bienestar físico. La crítica al modelo biomédico está centrada en sus métodos y racionalidad instrumental los cuales han marginado otros componentes como son los aspectos culturales, sociales y políticos que afectan también la vida del ser humano. Salud-enfermedad es un esquema de oposiciones binarias, definiciones extremas, estados finales en sí mismos inalcanzables. Ana Rojas Oroná (2022) nos describe este discurso global sobre la salud sus modificaciones y reelaboraciones. Señala que en 1948 la Organización Mundial de la Salud definió el término como: “Un estado completo de bienestar físico, mental y social, [que] no consiste solamente en la ausencia de enfermedades. La posesión del mejor estado de salud que se puede conseguir constituye uno de los derechos fundamentales de todo ser humano, cualquiera que sea su raza, religión, ideología política y condición económico-social (OMS, 1948). La Conferencia de Alma-Ata1, que se llevó a cabo en 1978, reafirmó la noción de salud como un estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedad, además de considerársele derecho humano universal. El punto de coincidencia fue la necesidad de que diversos organismos, tanto políticos, económicos y sanitarios, debían tener una participación en el proceso de generar un nivel alto en salud de la población mundial.

En la segunda conferencia en Ottawa en 19862, la promoción de la salud fue protagonista y se definieron ciertos prerrequisitos que deben abordarse siempre que se hable de salud, tales como paz, educación, vivienda, alimentación, renta, un ecosistema estable, justicia social y equidad. La promoción de la salud de acuerdo con el documento señala que el concepto de salud como bienestar, trasciende la idea de formas de vida sana. La promoción de la salud, agrega, no concierne exclusivamente al sector sanitario. Más tarde en la VII Conferencia de Salud en Brasilia, los expertos asentaron, además de lo establecido en 1986 por la II Conferencia de Otawa, el empleo de tiempo libre y acceso a servicios de salud.

Boixareu, R. (2008) citado por Rojas Oroná, señala la importancia de comprender a la enfermedad más allá de los límites del organismo, posibilita su mejor conocimiento. La enfermedad en los seres humanos se manifiesta en diversas formas: dolor, incomunicación, desocialización, rechazo, soledad, sufrimiento, deseo, desesperación, incapacidades, etc. La perspectiva subjetiva de “estar sano” es un sentimiento de no sentir, algo parecido al silencio de los órganos. Uno de los criterios que Bouxeron adscribe a la percepción subjetiva de estar sano es el ético; el individuo dispone de un comportamiento normal el cual tiene significado en el contexto social en el cual la noción es definida. Canguilhem (1978) introduce la idea de salud como una categoría que usamos para calificar el margen de tolerancia o seguridad que cada uno posee para enfrentar y superar las infidelidades del medio (…) la salud es también la vida en la discreción de las relaciones sociales. Otro referente es el que propone Ingmar Porn cuando señala que la salud “es el estado que una persona obtiene en el momento en que su repertorio de acciones es relativamente adecuado a los objetivos y metas por ella establecidos”. Rojas Oroná resume estos debates considerando sobre todo que “la salud es la síntesis de una multiplicidad de procesos, de lo que acontece con la biología del cuerpo, con el ambiente que nos rodea, con las relaciones sociales, con la política y la economía internacional” (Briceño-León, Minayo y Coimbra citados por Castro, L., et. al., 2017, p. 147).

La salud es contingente, lograr cierto balance va acompañado de un estado permanente de tensión entre el bios individual y la complejidad ecosistémica. La salud no es sólo la idea que sostiene el modelo biomédico, también interviene la de accidente. La salud mantiene una confrontación con el accidente, es decir con `lo que sucede`, con `lo que acontece` (Virilio, 2009) por lo tanto es necesario adoptar un posicionamiento ante la tensión frente de los referentes bioéticos, informáticos, ecológicos, epidemiológicos, que incorporamos como saber del mundo, pero sobre todo frente a la pérdida de sentido de lo que sucede a nuestros organismos como unidad biosocial. La salud es un estado de tensión continua entre el modo de vida y el accidens. Virilio menciona que el accidente nos hace descubrir lo que estaba oculto y establece una diferencia entre accidente natural (lo que sucede cuando envejecemos, una erupción volcánica, por ejemplo) y el accidente artificial resultado de la innovación, del artefacto, de la materia, de la saturación informática, transmutaciones tecnoecológicas (lo que sucede al organismo con dietas inadecuadas). Inventar los refrescos es inventar otra posibilidad para la diabetes, para la obesidad, inventar el ferrocarril nos dice es inventar el descarrilamiento, en fin… Para Virilio, el accidente permite revelar “la verdad oculta de nuestros éxitos, nuestros conocimientos…” y agregaría comportamientos. La visión de futuro (sin desconsiderar sus aportaciones) de la genómica, de la biotecnología y de la inteligencia artificial, la farmacologización de la vida, etc., está plagada de distopias, accidentes, y secuelas exponenciales; ante nosotros se despliega la velocidad visible de los artefactos, la velocidad invisible del accidens. De lo que se trata, nos dice Virilio, es cuando menos, hacer perceptible el accidens, una forma de responsabilidad, ya que no podemos hacerlo visible, lo perceptible puede ser un término en resonancia con de la prevención dentro del modelo biomédico. Atender al accidens en el discurso global de la salud, ha sentado ciertas bases de una comprensión más amplia de la noción de salud la cual no se reduce a lo biológico sino a un entramado institucional y tecnoindustrial más complejo.

El malestar

C.W. Mills se refiere a la idea de bienestar social cuando la gente estima una tabla de valores y no siente amenaza contra ellos (Mills, 1971, p. 30). Hay crisis, ya sea como inquietud personal o como problema público, cuando la gente percibe que esos valores están amenazados. Pero el malestar, nos dice, está en la indiferencia, la cual afecta todos los valores pues no hay escrutinio acerca de éstos, de su importancia y sentido; poco a poco se convierte en una apatía hacia los asuntos públicos. La indiferencia no elimina la percepción de que algo no está bien, tampoco la presencia de la amenaza. La ansiedad permanece, el entorno inmediato está lleno de señales y en la vida cotidiana se traducen estas señales en indicios, en pequeñas muestras de zozobra que adquieren forma en acontecimientos: el accidens; el malestar no es tan sólo la amenaza a los valores sino también a las condiciones de y para la vida, a todo aquello que posibilita el acceso a los frutos de la producción de bienes y servicios de las sociedades industrializadas. La insensibilización moral (Mills, 1971, p. 24) en paráfrasis, es una actitud de desapego que nos redime ante la dificultad no sólo de transformar sino de entender al menos las situaciones que afectan nuestras vidas, sobre todo las de orden estructural como las políticas, las económicas, el empleo, la seguridad pública, la salud. La insensibilización moral no cancela el efecto cotidiano de la acción gubernamental en la ciudadanía. Los efectos están ahí, en la salud cívica, en la economía global y en la familiar, en los efectos de la guerra, en la percepción de que la seguridad ahora es más una preocupación que una posibilidad, que los valores cívicos inculcados con vehemencia en las aulas y textos oficiales son desfigurados continuamente gracias a un artefacto mediático. El resentimiento acumulado, la pobreza programada, la ignorancia compartida y al advenimiento mesiánico de una esperanza postergable. La abrumadora afluencia de información nos plantea un reto adicional ¿cómo usarla para diseñar un escenario esclarecedor de posibles respuestas, significados, quizá una posibilidad de conexión entre el circuito cerrado de la vida privada y el despliegue de la historia inmediata del entorno? La adopción de una postura frente a esto resulta a veces insatisfactoria pues vemos que nuestra capacidad de influir en el cambio o restauración del aparato institucional y su impacto en nuestra vida privada es limitada. Las soluciones personales e individuales a problemas estructurales rebasan las individualidades, pero la comprensión de las situaciones críticas cuando menos reconfiguran el escenario personal de la individuación (Simondon, 2009). Se trata de comprender inquietudes personales en relación con el momento histórico en el que se vive. La sensación de malestar continuará, al menos, hasta que no la hayamos definido como problema, es decir, transitar de la percepción a la objetivación. Las reflexiones de Mills nos llevan a preguntarnos ¿qué significa la comprensión de problemas sociales para la vida interior de los seres humanos? Ampliaríamos la pregunta ¿es necesario enfocar nuestra reflexión tan sólo a rasgos característicos personales? o ¿extender nuestra atención aproximándonos al conocimiento de la dinámica de la acción política y sus efectos en la vida individual y colectiva?

La formulación de un problema es una actitud, un posicionamiento importante frente al mundo cotidiano para establecer inicialmente las conexiones necesarias entre biografía y contexto histórico. Mills aclara este planteamiento: “La formulación de todo problema requiere que enunciemos los valores implicados y la amenaza de esos valores porque la amenaza sentida de esos valores estimados, tales como la libertad y la razón es la sustancia moral necesaria de todos los problemas importantes de investigación social y también de todos los problemas públicos y de todas las inquietudes privadas” (Mills, 1971, p. 188). Este argumento subraya que “el individuo solo puede conocer su propia existencia y evaluar su destino localizándose a sí mismo en su época” (Mills, 1971, p. 25). ¿Qué podría significar localizarse a sí mismo en su época?

La tarea primera es definir ese “problema” cuando menos uno de aquellos aspectos que hacen evidente la indiferencia moral (ética, sobre todo) a la que Mills se refiere. Observamos, por ejemplo, la tendencia de una conducta cívica a la adopción de una especie de apologética de la falacia3 hacia determinadas formas de gobierno cuyas prácticas en el ejercicio del poder asumido, se distancian cada vez más de las expectativas públicas de soluciones equitativas. La apologética de la falacia como discurso de la negación, es una respuesta inmunitaria al desencanto de la acción política. La imagen, el referente crítico al que alude esta reflexión es la de una clase política, más que de un partido. Se trata de dirigir el pensamiento hacia un campo social que concibe a la acción gubernamental como una profesión de soberanía que se caracteriza por la posibilidad, a través de los mecanismos de una democracia representativa y de la gestión legítima de un aparato tecno-burocrático de mantener, en legalidad, la distancia de la base social que lo ha elegido y, con ello, el auto otorgamiento temporal del ejercicio soberano y absoluto del poder. La tendencia de esta profesión es la gradual autonomización de la clase política hacia una forma de soberanía transhistórica donde la investidura sobrenatural (lo sagrado) son parte de sus atributos, así como de sus mecanismos de acceso al poder.

El plantear un problema implica a trazar ciertas líneas de observación y reflexión hacia la forma en que determinados ideales culturales como la libertad, las organizaciones autónomas, la razón, la verdad, las leyes y su marco de justicia y la equidad, entre otros, forman parte un conjunto de valores públicos que empiezan a desdibujarse en el escenario de la democracia representativa, pero que forman parte imprescindible del capital retórico de la clase política. El desdibujamiento de estos valores públicos observados en la práctica de una clase política nos acerca, como se ha mencionado, a la idea que Mills esgrimió hace años sobre el malestar social. La pregunta entonces ¿cómo es que estos valores se desfiguran y cómo a pesar de los efectos percibidos en diversos aspectos de la vida cotidiana, se afianza y amplifica la apologética de la falacia? ¿La realidad solamente existe para quien la vive y experimenta?, ¿esta forma fragmentada de ver, sentir y pensar el mundo legitima todo el modo de vida de un país? ¿La democracia es un ardid mayoritario para imponer una visión excluyente de un mundo ilusorio? ¿El bien público es una imagen recreada por un aparato mediático cómplice de una promesa inalcanzable?

La apologética de la falacia es la forma discursiva de un sistema actitudinal (Bateson, 1999). Se relaciona en primer lugar con la idea de habitus. Bordieu (2011) que lo caracteriza como un sistema de disposiciones a través de los cuales el sujeto actúa. El habitus es una configuración cultural (objetivación del modo de vida) que el sujeto incorpora, moviliza y actualiza en el continuum histórico de su vida cotidiana, así como en su relación con diferentes campos sociales orientando su comportamiento en diferentes ámbitos de su vida.

Esta forma de discurso expresa creencias, argumentos y razonamientos no necesariamente verdaderos, de justificación, alabanza o defensa de ideas, personas, grupos u organizaciones hacia las cuales las personas depositan confianza, credibilidad, expectativas o afectos. Esta forma de discurso es heterogénea en su conformación; es un intento de explicar una realidad determinada y crea una imagen del mundo. Es una racionalización de experiencias con el sistema político, el educativo, la formación cívica oficial, el entorno familiar, creencias religiosas, el medio ambiente inmediato, situación económica, deseos, anhelos y exposición mediática. El discurso es un constructo a partir de argumentos más cercanos a la dimensión afectiva de las personas, marcada por acontecimientos sincrónicos e históricos. La información percibida y en sintonía con esta condición subjetiva consolida la relación con el objeto de ese afecto, es una relación de reflexividad; confirma y refleja en el objeto de afecto el ideal interiorizado. El carisma interiorizado está en la base de los argumentos. La información, así como los indicadores y evidencias percibidas que contradicen o cuestionan la imagen virtuosa que resguarda el sujeto de la clase política y sus representantes más visibles, pueden resultarle perturbadoras. En la apologética de la falacia, negar es voluntad y deseo de reafirmar el apego a todo aquello que le dio sentido a la decisión y ésta es producto de una compleja elaboración subjetiva y lo que se produce, cuando menos en la dimensión de la subjetividad, le pertenece al individuo. La transferencia de toda esta carga de subjetividad hacia el “otro” desde esa interioridad hacia esa externalidad, inaugura un intercambio de expectativas de cumplimiento de compromisos, de demandas; inaugura la expectativa de objetivación de la subjetividad en la acción política en una colectividad. La decisión está en la elección, en el voto. Es demostración de confianza de alto riesgo y en el juego político el voto está muy lejos de ser una garantía de confianza.

El efecto de la disonancia confianza-voto-cumplimiento se traslada no sólo en las condiciones de vida sino para la vida, y se acentúa, sobre todo, en entornos sociales de alta vulnerabilidad donde las posibilidades de contención de tales efectos son reducidas y, en casos extremos, prácticamente inexistentes. Las expectativas son posibles, la esperanza es incierta y el trueque de los conceptos en el lenguaje político obtiene ventajas en el equívoco y en el sinónimo. En el escenario de la apologética de la falacia la esperanza invita a sobrellevar la realidad, gravita sobre ella. Elegir a partir de la esperanza es potencia de sentido, despliega un horizonte abierto hacia la utopía. La realidad, por otra parte, es clausura de sentido porque está en contraposición con el ideal cultural de la justicia, la libertad, la razón, la equidad, que sostiene la esperanza. La realidad hay que conocerla, la esperanza hay que asumirla. No obstante, la precariedad sigue estando “ahí” como exterioridad amenazante o como interioridad irreconciliable entre el deseo y lo real.

En el juego político de la esperanza se despliega la zona del fervor religioso. Es un comportamiento inducido a través una heteronomía (Castoriadis, 2001) espiritual instituida per saecula. Fundada en un sistema de creencias incorporadas y simplificadoras de la complejidad del mundo, se articula efectivamente con las correspondientes al sistema de creencias simplificadoras y reduccionistas de la clase política en cuanto a la complejidad del mundo social. La alianza entre el poder espiritual y el poder político no es nueva, tan sólo el ancient régime se actualiza en el despliegue diacrónico de la sociedad y, en su materialidad histórica, no se crea ni se destruye, tan sólo se transforma. La actualización del ancient régime desemboca en la profesión de la soberanía.

La imagen de la esperanza en la apologética de la falacia es revelación de lo por-venir, de ese mundo distinto que está “ahí” en el no-lugar que puede ser cualquier lugar. En el imaginario clerical regular la esperanza en virtud teologal, en los creyentes en virtud secular. En ambos casos empata la afirmación de la esperanza como estado del alma en disposición incondicional de aguardar el otorgamiento de lo prometido. Se trata de aguardar en los ‘tiempos de Dios’ (kairós, lo que viene con el tiempo) no en los del ser humano (cronos). Así la esperanza en el marco de la apologética de la falacia es epifanía del advenimiento, del arribo de aquello que se desea pero que aún no llega y nadie sabe cuándo llegará, una melancolía secular arropada por la retórica de la clase política. En la modernidad secularizante, el ritual del advenimiento se transformó en campaña política y el clero secular en clase política y, dependiendo de las características de los contextos socioculturales, testimoniamos las transfiguraciones mediáticas del líder de un partido político en el mesías de la nación “X”.

En la apologética de la falacia se pondera y atiende lo por-venir, que ya se ha instalado como esperanza en la realidad de la vida cotidiana. Lo por-venir, en consecuencia, es una forma de no necesidad de saber. El pensum del dogma del advenimiento es argumentativo y retórico. Su dogma, al clausurar su posibilidad de refutación y sobrevivir en un mundo que asedia los metadiscursos, se radicaliza y asume tanto la exaltación, la violencia verbal y física, así también, la supresión del pensamiento crítico y la imposición autoritaria de la negación como razón de estado. La política mesiánica, heredera del dogma del advenimiento, facilita por la vía de la simulación mediática (Baudillard, 1978) la reducción de la complejidad del mundo simplificándolo binariamente a una lucha entre el bien y el mal y sus encarnaciones ya sean sociales, económicas o políticas.

La indiferencia moral a la que se refiere Mills, bajo la óptica de este ensayo consiste en un comportamiento de desapego de los asuntos públicos alimentado por remanentes secularizados de formas de pensamiento religioso. La apologética de la falacia al asumir el dogma del advenimiento delega la responsabilidad de la transformación del malestar social, en cualesquiera de sus avatares ideológicos, a los poderes del estado; confía en ellos, confía en el sistema de la democracia representativa, confía en el carisma de los líderes, en todas sus artificiosas virtudes, confía en el poder transformador de la acción gubernamental, y en su promesa a pesar del umbral de sospecha e incertidumbre en el que transita cada sexenio. Una sociedad que asume el dogma del advenimiento como parte de la racionalidad de su acción política construye una apologética del engaño. Es una forma de retórica colectiva de negación de la antigua confianza perdida para fortalecer la necesaria resistencia a la que obliga la nueva confianza otorgada, aplazando en el tiempo por-venir, la aparición de la sospecha. La herida cívica a causa el incumplimiento de la promesa de la clase política a los “sentimientos de la nación”, continúa en busca de la acción remedial. La apologética de la falacia apuesta por una terapéutica de anticipación. Surge ahora de la otra confianza percibida tenuemente en lo que se observa, en lo que está “ahí”, en eso que la decisión colectiva mediante el voto ha colocado “ahí” en ese territorio político, en ese espacio social. Es el primer triunfo. El sistema de la democracia representativa ha dado voz a la voluntad popular, habrá que observar, evaluar resultados y si no son los que se esperaban entonces habrá que negar para afirmar los ideales culturales en juego. La apologética de la falacia no está al servicio de la verdad, si no a la sobrevivencia de lo que es necesario creer y que encarna en la figura que lo representa.

La inmunización

Otra fuente donde adquiere expresión el discurso de la apologética de la falacia es en el esquema del sistema educativo. Stiegler cuando se refiere a la tontería como “una dinámica de la condición farmacológica en el sentido de que dependemos de las técnicas que son a la vez remedios y venenos” (Stiegler en filosofando89, 2014). Agrega que todas las formas de sociedad que conocemos desarrollan organizaciones sociales, procesos, técnicas que apuntan a “elevar” (educar) al ser humano al precio de “caídas”, el proceso es cíclico. La humanidad entera, nos dice Stiegler, “vive dentro de una organización sistémica de la tontería”. Parafraseando la idea, consiste en creer que todo el saber es la verdad última y más allá de esto, el problema es que no se nos educa a pensar sino a inmovilizar el pensar, parecería que formar es formatear, troquelar el pensamiento en prescripciones de saberes estáticos, esa es la tontería. El civismo, la educación cívica es una pedagogía de la conformidad, una obediencia sometida a la ley que consagra las formas de gobierno democrático y a la forma tripartita de los poderes del estado en el que se lleva a cabo. La formación cívica oficial se centra en afirmar la memoria histórica de reconocer el carácter legítimo de las reglas del juego de la democracia en especial de la representativa, pero no instruye en cómo podemos evaluar la acción gubernamental respecto de sus alcances en cuanto a políticas públicas en aspectos como economía, política, educación, seguridad, salud o desarrollo social, entre otros, y asumir al menos, un posicionamiento crítico entre promesas y resultados. Es un saber circular aprendido. La formación cívica, en cuanto consagración de las formas de participación en la vida política, deviene en un discurso que se explica a sí mismo, no sólo acerca de la legitimidad de las formas sino también de su completitud. El cumplimiento de la ley en cuanto a las formas de participación en el modelo de democracia representativa es el ideal cultural que la formación cívica pretende afianzar. En este esquema, la responsabilidad cívica se reduce tanto a la observancia de la ley como a los protocolos de tolerancia, respeto y otras fórmulas de asertividad y convivencia, que, si bien en sí no son objetables, lo son la ausencia de otros necesarios para formar lectores críticos de su realidad política y social contemporánea. La lectura crítica de la acción gubernamental es un componente central para el desarrollo de cualquier sistema político basado en un modelo de democracia representativa. Esta ausencia en la formación cívica otorga facultades extraordinarias a la inmunización contra la aparición de formas de gobierno sustentadas en despliegues mesiánicos y a sus promesas de redención de resentimientos acumulados transformados en políticas públicas insostenibles y cuyos costos, a mediano plazo, solo consolidan y acentúan precariedades generacionales. Parece que la ausencia de esa lectura crítica de la acción gubernamental en la formación cívica es un ingrediente activo de una suerte de vacuna contra la realidad. ¿No podría ser mejor saber, además, cómo participar o cómo una sociedad puede contribuir a lograr un mejor gobierno?

La apologética de la falacia adopta una forma de capitulación de una ciudadanía, se trata de conciliar una tregua en la zona de la inmunidad, un resguardo provisional en el escenario de una communitas donde lo que acontece es un accidente del cual no hay responsabilidad individual ni colectiva. El accidente de la acción política está vehiculado por la acción gubernamental. Frente a estos sucesos aparentemente no hay nada que hacer y asumir dicha actitud es reafirmar la polis impotens, una suerte de impotencia cívica frente al acto gubernamental. En palabras de Esposito (Esposito, 2009, p.83) “los miembros de una comunidad se vinculan a la misma ley a la misma obligación o don de dar (munnus). In-munnis es aquello o aquel que está exonerado, exento, que no tiene obligación respecto al otro y así puede conservar su integridad como sujeto propietario de sí mismo”. Agrega al respecto que actualmente la democracia habla de un lenguaje opuesto al de la comunidad en la medida que “cada vez más ha interiorizado una exigencia inmunitaria”. Nos vinculamos a la misma ley en el sentido que el pensum de la formación cívica es reconocer y afirmar que las instituciones se hacen cargo de las contingencias de la menesterosidad humana y sus carencias biológicas, asumiendo que la tarea de la institución, que es la conservación de la vida, está asegurada en el marco de las leyes. La creencia en la garantía exonera, aparta, pero no asegura. El revestimiento carismático de la clase política fortalece este distanciamiento inmunizante pero no alcanza la plenitud de confianza ya que la acción política no logra una reducción total de la complejidad de la vida humana, y potencialmente puede ampliar las zonas de incertidumbre.

La apologética de la falacia en la paradoja de la confianza

Sobre el tema, Niklas Luhmann en su texto Confianza, afirma que la verdad es el medio que actúa como portador de la reducción de la complejidad intersubjetiva. La confianza solamente es posible donde la verdad es posible, donde la gente puede llegar a un acuerdo acerca de alguna entidad dada que es obligatoria para otra persona. La cantidad de complejidad que existe como socialmente disponible es inmensamente grande. Por lo tanto, el individuo solamente puede hacer uso de ella si se le presenta de una forma ya predispuesta, simplificada y reducida. En otras palabras, tiene que confiar en el proceso de información de otras personas (Luhmann, 2005, p. 89), pero también, “la autoridad es siempre la representación de una complejidad que no se explica a detalle” (Luhmann 2005, p. 90).

La apologética de la falacia asume un pacto de confianza, un vínculo con el programa político en turno en el sentido que “la organización del poder político y administrativo tiende a centralizar el proceso de reducción de la complejidad que se suma a la habilidad de tomar decisiones obligadas” (Luhmann, 2005, p. 92). El argumento de Luhmann apoya a la comprensión del sentido de la negación en el despliegue de la apologética de la falacia. Nos dice Luhmann que:

la formación de las opiniones políticas, el logro del consenso y la articulación de los intereses a los que se enfrentan los burócratas del estado al igual que la toma de decisión burocrática pavimentan el camino hacia las decisiones que no se entienden en sí mismas, pero tienen el sello de legitimidad obligada. (2005, p. 92)

Por lo tanto, el medio de comunicación es el poder. Luhmann retoma una reflexión de H. Krüger, que resalta la importancia de un ejercicio de autocrítica frente a esta sumisión adoptada desde la formación cívica. Menciona que

el ideal de confianza se asume como un principio de obediencia acrítica por parte del sujeto, éste por lo tanto debería aliarse tanto como sea posible del punto de vista en el cual, aunque esté listo para obedecer debe decirse a sí mismo que la orden dada a él debe ser puesta a prueba. (Krüger, 1964).

No obstante, la confianza y el argumento de la apologética de la falacia, Luhmann advierte que la idea del contrato social donde la gente intenta confiar en el otro o en el soberano no tiene referente en la vida real. El ciudadano vota, pero no para otorgar a alguien la representación de sus intereses sino para que sus representantes tomen las decisiones de acuerdo con criterios del bienestar público.

De alguna manera dichos criterios, provienen y forman parte de procesos de encuestas, consultas populares y sondeos de opinión de simpatizantes que alientan esperanzas de cambios sustanciales en diversos ámbitos, no solo de la vida social sino de la política y la económica. Sin embargo, agrega Luhmann, los representantes exigen poder soberano para decidir y claro, uno no puede ni debe confiar en un representante soberano (Luhmann, 2005, p. 94); la apologética de la falacia no se desprende en absoluto de esta idea. Para Luhmann, el problema de la reducción de la complejidad en la política se presenta por etapas. Señala que la tarea principal es procesar la información en tres fases. La primera es la articulación de intereses, la siguiente es el sondeo de posibles puntos de consenso y finalmente, impulsar y convencer a la gente a adoptar posiciones. El proceso no se reduce al período preelectoral, puede llevar muchos años y demanda gran suma de dinero. Después de analizar las propuestas, continua Luhmann, éstas se consolidan en torno a lo que es obligatorio a partir de la legislación para ser interpretadas y aplicadas en incontables acciones ad hoc. La confianza social se ofrece en pequeñas dosis que corresponden a cada etapa con la certeza de un menor riesgo. El cálculo de menor riesgo incluye otros también, pero de naturaleza emocional, capitalizables relacionados sobre todo con el grado de insatisfacción con cierto tipo de colectividades que van desde la decepción hasta el rechazo y la animadversión más violenta. La confianza del ciudadano puntualiza Luhmann, no acepta la forma simple de la confianza en la legalidad, ni en el carácter ni en la personalidad, tampoco en la aparente popularidad y carisma de los que ostentan el ejercicio de los poderes. La confianza política, señala, se da cuando menos en dos aspectos: el ciudadano abriga ciertas expectativas acerca de lo que se decidirá o acerca del estilo de la política del cual está convencido o, por el contrario, usando su voto como expresión de desilusión o satisfacción. Ninguna de estas expresiones señala Luhmann, comprometen al ciudadano, o si lo hacen, será de manera diferente para cada uno de ellos. Agrega que el ciudadano también puede otorgar su confianza al sistema político (no a algún partido en especial) y “confiando en que podrá llevar a cabo una vida más o menos aceptable”. Sin embargo, la confianza en un sistema político puede ser incierta, sobre todo, si alguno de sus componentes puede ser amenazado o puesto en entredicho. En el texto, Luhmann agrega que el poder es uno de los medios de comunicación generalizados que funciona como portador de complejidad reducida, donde la reducción de la complejidad supone la confianza de aquellos que la aceptan siempre y cuando se logre. La confianza, nos dice el autor requiere por lo general, un mínimo de fundamento real. Las bases de la confianza están en las oportunidades de una comunicación efectiva. Además, y en relación con el poder que ejerza el partido político en turno, la expectativa del ciudadano común es observar en la práctica gubernamental “la posibilidad de activar el medio de coerción que pertenece al estado sobre la base de reglas establecidas” (Luhmann, 2005, p. 96), es decir, la observancia, la vigilancia y el cumplimiento de la ley en todos los procesos, gestión y actos de la estructura político-administrativa.

La apologética de la falacia al asumir el dogma del advenimiento, adopta una tradición religiosa relacionada con el tiempo de la esperanza, anudado en el tiempo de la promesa política. Luhmann, por supuesto no menciona este aspecto en su texto, pero considera el tiempo como aspecto fundamental de este medio generalizado, es decir, la política. Por ejemplo, nos explica que el tiempo de las decisiones puede ser flexible si las personas confían en el sistema, de esta manera se aseguran dentro de un marco de posibles decisiones. Las decisiones posibles se ponderan y su aplicación se va ajustando en el tiempo de acuerdo con eventos o situaciones que puedan ofrecer ventajas significativas, es decir, ganar tiempo para calcular una mejor decisión, “elegir mejores alternativas en un escenario de complejidad de demandas”. Lo que se observa en el dogma del advenimiento es la expresión del no tiempo no solamente político sino social. La mejor elección de alternativas y por supuesto la implementación de las soluciones correspondientes puede consumirse en ese no-tiempo y permanecer en la esperanza de lo por-venir. Por el contrario, si la desconfianza en el ciudadano es una actitud preexistente o si hay pérdida de confianza en algún momento de la gestión gubernamental o en el sistema, el tiempo de la decisión se reduce. El tiempo necesario para las decisiones y la tensión acumulada de demandas requerirá de decisiones precipitadas o negociaciones forzadas o medidas drásticas, incluso coactivas o represivas cuyos efectos, tanto potenciales como reales, contribuirán no solamente a una mayor densidad en la complejidad de escenarios de demandas y sus soluciones sino a una afianzar una cultura de la decepción o la continuidad de un evento como lo es el luto transpolítico hacia la clase política (Baudrillard, 2004). En el campo de la política la apologética de la falacia está atrapada en la paradoja de la confianza, una zona de incertidumbre, donde lo que permanece es la lucha por la sobrevivencia del ideal y del carisma idealizado, una lucha que puede permanecer en la base del imaginario cultural como escatología primordial ad aeternam pero cuyos tiempos de realización de la confianza permanecen en una especie de suspensión animada.

La autonomización de la clase política y la mercantilización del voto

Todo ciudadano sabe cuál es el valor que tiene su voto en el mercado de la contienda política. Gracias a él se legitima la acción gubernamental de la clase política, cualquiera que sea su bandera ideológica partidaria si es que la tiene, o el carisma mediatizado del líder en turno. Como veremos ahora y en continuidad con las ideas de Mills, la indiferencia moral en su forma alienación es una expresión de malestar social.

Johannes Rohbeck en su texto Marx aporta una nueva lectura a la idea de alienación en Marx. La apologética de la falacia presenta otra dimensión a partir de la idea de Rohbeck para quien la alienación es

un concepto crítico que caracteriza una situación en la que las personas o cosas se han vuelto extrañas al hombre (ser humano); algo se aleja desde la cercanía de lo individual a lo colectivo. De ahí una experiencia de desgarramiento de manera que alguien puede alienarse de una persona a la que ama, de un entorno que le es habitual o de una cultura que le es familiar. (Rohbeck, 2014, p. 68)

Agrega que a partir del concepto de alienación es posible diagnosticar ciertas decepciones, pero también “crear ilusiones y anhelar un origen que ni existió y que tampoco es alcanzable” (Rohbeck, 2014 p. 68). El trabajador, nos explica el autor, al vender su fuerza de trabajo a los capitalistas se convierte en mercancía, así es como el capitalista se apropia del trabajo que de hecho le es ajeno. El capital que se obtiene mediante este proceso nos comenta, es propiedad ajena sobre los productos del trabajo ajeno. Rohbeck observa que Marx critica, de una sociedad de mercado, cómo la dinámica de la economía se ha desprendido respecto de los hombres y donde la alienación, su núcleo, se encuentra precisamente en la autonomización del capital (Rohbeck, 2014, p. 73). Marx interpreta, de acuerdo con el autor que la alienación del trabajo humano es fundamento de todas las demás experiencias con relaciones sociales alienadas que se manifiestan en el intercambio de mercancías, en la circulación del dinero y en la acumulación del capital. Rohbeck señala que “cada intercambio de mercancías podría equipararse con la alienación”. A partir de estas las reflexiones. La idea que desarrollo al respecto es la siguiente. Un ciudadano es mercancía potencial en el mercado de la contienda política. Esto se observa en países, sobre todo, con sociedades desorganizadas donde el voto se compra o intercambia por otras mercancías ya sean bienes o servicios tangibles e intangibles donde la precariedad obliga a satisfacer de manera inmediata necesidades ya no de vida sino de sobrevivencia. Un problema en estas sociedades es la administración de la precariedad el cual crea las condiciones para la autonomización de la clase política respecto de su propia sociedad, toda vez que en el ejercicio del poder asume la condición de posibilidad legítima de solución. La clase política sabe que la pobreza en todas sus estratificaciones es un fenómeno estructural, contingente y cíclico cuya solución no es factible en corto plazo. Lo que es factible para la clase política es la contención de la escalada de violencia social mediante la atención de demandas de alto riesgo a través de la asignación más o menos eficiente de recursos públicos en sectores de alta vulnerabilidad. Los conceptos de autonomización y apropiación por lo tanto implican separación, desvinculación, remiten a aquello que se ha vuelto extraño al individuo, al grupo, a comunidades, la sensación de no pertenencia a ese entorno o a esa cultura. Lo que se ha vuelto extraño para la colectividad es el poder de transformar su propia realidad, por lo tanto, ese poder se transfiere. El poder legítimo de transformación recae en la clase política, en los poderes del estado, en la potencia milagrosa del carisma, en las exterioridades.

Extenderemos las ideas que expone Rohbeck hacia esa parte, ya no solamente del trabajador sino de la ciudadanía, que ha sido transformada en mercancía. El trabajo que produce un ciudadano en el proceso de elegir gobernantes es trabajo subjetivo que transforma materia incorpórea ya sea una voluntad, un saber, un deseo, una expectativa, un resentimiento, un ideal o una esperanza en decisión, a su vez ésta se objetiva en voto. La decisión, por lo tanto, es producto singular y tiene un valor en el mercado de la democracia representativa y claro, para la clase política. Parece que el mecanismo o la lógica de la apropiación del trabajo abre un camino paralelo para una mejor comprensión del proceso de intercambio de mercancías en el campo de la competencia política. Si observamos el juego de intercambios en dicho contexto, la ciudadanía electora posee no solo fuerza de trabajo sino fuerza cívica de legitimar mediante el voto el acto de gobierno para un sector la clase política. Los intercambios mercantiles en la mercadotecnia política consideran a los baluartes del bien público como objetos de consumo necesario, entre ellos la justicia, equidad, libertad y bienestar, entre otros innumerables avatares que adopte, como el desempleo, la inseguridad, la pobreza, la enfermedad, etc. Los agentes de determinados sectores de la clase política, en competencia electoral, llevan a cabo consultas populares, encuestas de opinión, cabildeos, sondeos mediáticos. También pueden distribuir, premios, agradecimientos, apoyos económicos, promesas, establecer compromisos otorgar prebendas, en fin… A partir de esas actividades organizan planes para proponer acciones alternativas de transformación de demandas en soluciones. La diseminación mediática de planes nacionales, políticas públicas e imágenes carismáticas constituye la estrategia central para exponer ante la ciudadanía las futuras ofertas resolutivas: el qué, el cómo y el quién. Este despliegue se centra en lograr la credibilidad de la clase política en la ciudadanía; es la estrategia por antonomasia para recuperar aquello que pierde con facilidad la clase política: la confianza cívica. La mercancía del bien público forma parte de la dinámica demanda-oferta en el mercado de la contienda política. El ciudadano posee la potencia (vis formandi) de producir una mercancía que se objetiva en el voto, la decisión es producto de un trabajo subjetivo y el voto, al formar parte del proceso de delegación del poder en otro, deja de pertenecerle; el ejercicio del poder que ha delegado ahora le es extraño, distante. El voto en el escenario de la contienda política se constituye en mercancía objetivada por un proceso de individuación cuyo valor económico es oscilante. Lo que observamos es un proceso de mercantilización del voto. Si la economía política centra sus reflexiones críticas en la apropiación del trabajo asalariado, la sobreexplotación de la plusvalía, la acumulación de capital y su autonomización respecto de la sociedad, la mirada entonces podría extenderse también al ámbito de la apropiación del trabajo subjetivo, psíquico, como fuente de producción de decisiones. El capitalismo organiza a la sociedad sintonizando procesos en una lógica sistémica y el juego político parece estar en este esquema de funcionalidad sistémica. Al enmarcarla en este enfoque señalaríamos que una clase política más que manipular expectativas-esperanza, ejerce una sobreexplotación de ellas. La sobreexplotación genera utilidades, ganancias a mediano y largo plazo, pero la manipulación mediática sólo genera plastificación de imágenes en la opinión pública en periodos cortos.

Por otra parte, el ideal cultural cívico (justicia, equidad, libertad, bienestar, democracia, etc.) al ocupar el escenario de las expectativas o en su caso de las esperanzas en la contienda política, al igual que el dinero y el voto, se convierte en fetiche al adjudicársele un poder autónomo extraordinario sobre el individuo y la colectividad, poder en realidad simbólico, al cual no controlan a voluntad. Realizar el ideal cultural, al parecer, ya no está en sus manos. El poder extraordinario de esa fetichización se manifiesta en la potencia que va adquiriendo en el tiempo la deseabilidad del cumplimiento como demanda colectiva pero no como poder resolutivo. El valor de cambio de la mercancía ideológica, no la producida por una tradición militante o un partido sino la que produce y objetiva en decisión un colectivo (en expectativa-esperanza), conforma un sistema actitudinal en el grupo que permite mantener abierto el interjuego de la confianza (voto-cumplimiento) sobre todo, si esta mercancía incluye el ingrediente afectivo y pasional del carisma interiorizado. Sostener esta apertura en el tiempo, demanda consolidar la confianza en el advenimiento del ideal cultural. La mercancía ideológica, sus réditos en la dimensión del espacio tiempo de la realización política, en el mejor de los casos, permanecen en suspenso. Las crisis y las fracturas en la confianza inician cuando los efectos de las no resoluciones se perciben como signos de incongruencias, amenazas e inquietudes en la vida cotidiana. Sin embargo, el poder de la fetichización del ideal cultural, contenido en la mercancía ideológica con toda su complejidad psíquica, simbólica y carismática, buscará incluso fórmulas radicales en la apologética de la falacia para mantener, mediante la apertura del advenimiento y la expectativa-esperanza, una de las fórmulas es la clausura de otras posibilidades de saber, quizá también de ser y estar en el mundo.

El phármakon de la apologética del engaño y la tontería

Bernard Stiegler al hablar sobre la tontería señala que “todas las formas de sociedad que conocemos desarrollan organizaciones sociales, procesos, técnicas que apuntan a ‘elevar’ (educar) al ser humano, al precio de caídas; miramos, nos elevamos y volvemos a caer. Ese proceso de educar, afirma el filósofo, es una condición de dependencia. La idea en Stiegler es que ningún libro ni saber sustituyen al pensamiento. Todo saber da cuenta de “algo” pero lo importante es ir más allá de ese saber, no para quedarse ahí. “Podemos pensar a través de un autor”, significa mi saber es el saber del autor, pero “si pensamos a partir de un autor” el saber que logramos es resultado de un proceso de individuación”4 (Simondon, 2009, p. 61).

Desde esa perspectiva se interpreta que la educación (como técnica, práctica social) es un proceso farmacológico, dispone de saberes (phármakon) e instituciones que lo producen y lo inoculan. Phármakon es un “medicamento” prescrito por un médico y constituye una terapéutica, un remedio, una solución, un saber resultado de un teknós, es decir, una transformación de aquello inorgánico incorporado a algo orgánico, un saber, un comportamiento, una forma de ser y estar en el mundo, prescrito por una institución educativa, religiosa, científica, política, familiar, mediática, etc. Estas prácticas sociales instituidas, siguiendo a Stiegler, se inscriben en el marco de lo que denomina gramatización. En su trabajo Entre síntoma y fármakon… Paolo Vignola describe la idea de gramatización en Stiegler. Consiste en “una discretización5 de flujos cognitivos, emocionales, cinéticos y el almacenamiento de la memoria generada en soportes materiales. La gramatización hace posible la transmisión del conocimiento, también las identificaciones colectivas (Vignola, 2020). El efecto tóxico de la gramatización y su pharmaka, continúa el autor, es la pérdida progresiva de otros tipos de saber que conforman tanto la vida de los individuos como la colectiva (hacer, vivir, pensar, actuar). Así como la gramatización es un factor de construcción (¿estructuración?), es también “control de la psique gracias al proceso continuo de exteriorización de la memoria” (Vignola, 2020). Stiegler explica que la proletarización es un efecto tóxico de la gramatización, es la exteriorización del saber, almacenada en dispositivos tecnológicos y digitales. El saber de un trabajador que se transfiere a una máquina hace que éste pierda su saber” (Stiegler en filosofando89, 2014). La organización industrial del trabajo (intelectual, artístico, científico, etc) inhibe “esa dimensión de su humanidad que les permitiría elevarse desarrollando su saber, su proceso de individuación al trabajar” La transferencia de toda la producción humana creada por el trabajo se transfiere y queda contenida en el dispositivo tecnológico de una sociedad y sus componentes instituidos: las instituciones culturales, científicas, educativas y económico políticas. ¿En qué consiste el vínculo entre phármakon y la apologética de la falacia? Radica principalmente en el impacto de la acción política en la proletarización de la conducta cívica.

Partiremos de la idea acerca de la política en Stiegler. Él considera que la política es, terapéutica. Sus prescripciones para producir cuidados los hace a partir del pharmaka (saber-poder transformador) para remediar supuestamente malestares sociales, pharmaka como fábricas, máquinas, aparatos, instituciones, organizaciones. Agregaríamos otras prescripciones terapéuticas como son las políticas públicas ya sean en salud, educación, economía, desarrollo tecnológico, ambiental, etc. Los partidos políticos, la extrema izquierda, los populismos emergentes, nos dice Stiegler “han impulsado una desconceptualización de la economía que ha sido abandonada a supuestos especialistas que se han transformado en técnicos, operadores, no en sabios”, diríamos que almacenan, administran saberes (pharmakon), los simplifican adaptándolos a fines propagandísticos, los prescriben e inoculan mediáticamente. El capitalismo digital, al servicio de la biopolítica, en la medida que ha expandido mediante la international network y, sobre todo, la conformación de redes sociales ha dado lugar a lo que se llama la gobernabilidad algorítmica. Como lo menciona Vignola en su trabajo sobre el pensamiento de Stiegler, las redes sociales forman parte constitutiva de la proletarización en cuanto a “la homogeneización cultural a través de la sincronización perceptiva, afectiva y por eso cognitiva” (Vignola 2020, p.7). La organización sistemática de la tontería requiere “captar tiempo de cerebro disponible” (Le Lay, 2014). La simplificación de un saber, por ejemplo, lo relacionado con la democracia, la justicia, el neoliberalismo, la colonización, así como su repetición compulsiva en la web conlleva su clausura y por tanto a una parálisis del pensamiento. La afirmación de saberes se convierte en inmovilización de saberes, lo que es una expresión de la tontería. La acción política es, en paráfrasis, organización sistemática de la proletarización de la voluntad cívica. La memoria como experiencia histórica de una sociedad, lo que sabe una sociedad de sí misma a partir del despliegue de sus fuerzas política y social, así como las técnicas (organologías) que ha desarrollado para estructurar formas de convivencia, se ha transferido a dispositivos legitimados, que organizan este saber exteriorizado, institucionalizándolo. Hay una pérdida de saberes en la medida en que estos se han objetivado en formas institucionales legitimadas (en estado de derecho, partidos políticos, sistemas de democracia representativa, instituciones académicas, etc.) que expropian este saber, este pharmakon y lo prescriben.

La apologética de la falacia es una terapéutica socializada cuyo phármakon, aprendido, es un saber que niega, que inmuniza al pretender la desaparición de otras dimensiones de la realidad simplificándola, de una realidad diversa, complejizada y violenta. Esta apologética es una secuela de la proletarización del conocimiento y expresa a partir del planteamiento de Stiegler “pérdida de saberes resultado de una exteriorización de los contenidos de la memoria (histórico-social) sin la consiguiente re-interiorización necesaria para la generación de otro conocimiento” (Stiegler en filosofando89, 2014). Lo que sucede, el acontecimiento, el accidens, demanda aceptación, pero como provisión de voluntad, como conocimiento nuevo de sí, como terapéutica que plantee la recuperación de esa memoria exteriorizada y depositada en el dispositivo (gramatización) de la clase política. Sin embargo, en la apologética de la falacia lo que acontece (el accidens) y su verdad oculta obedecen a la causalidad de lo injusto, de lo inmerecido y en ese sentido, lo que en su condición es absurdo e ilógico (“porqué a mí que he sido justo, sabio, y bueno, honrado, trabajador tiene que sucederme esto, no he hecho mal a nadie, no lo merezco”) en la apologética de la falacia, y ante la imposibilidad de la explicación del absurdo del accidens, el giro es hacia la lógica de la culpabilización y la dignificación del resentimiento; un pharmakon que explica el mundo, y si no, cuando menos le da sentido. Nietzche6 retomado por Stiegler, establece la idea de un nihilismo organológico refiriéndolo al capitalismo computacional como organología negativa al decir que “lo efectos tóxicos de la técnica pueden conducir hacia un régimen negativo de la voluntad de las facultades humanas” (Vignola, 2020, p. 8). En este sentido, la voluntad de la nada es un rasgo de la apologética de la falacia. Revela un malestar en el orden cognitivo, afectivo y relacional, expresa la condición nihilista de un proceso de desarticulación de relaciones sociales y de economía libidinal. En cuanto al efecto tóxico de su propio phármakon desfigura un sistema de valores. Es un proceso que en Stiegler, de acuerdo con la apreciación de Vignola, genera un proceso de debilitamiento y desmoralización, “una relación entrópica entre los órganos que conforman socialmente la voluntad” (Vignola, 2020, p. 8), así como desindividuación y fortalecimiento de la proletarización del saber. Superar la apologética de la falacia como organización sistemática de la tontería demanda una recuperación simbólica de la memoria exteriorizada, otra individuación a partir de un distinto phármakon educativo, o quizá, a decir de Freire como inédito posible.



Contribución de autoría

Roberto de J. Villamil Pérez fue el único autor.

Fuente de financiamiento:

Autofinanciado

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno




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1 Conferencia Internacional sobre Atención Primaria de Salud de Alma Ata, 1978.

2 Carta de Ottawa, 1986

3 Los términos Apologética y Falacia las considero desde la definición de Abbagnano (1982, p. 91 y p. 520). Respectivamente, “la disciplina que tiene por objeto la defensa de un determinado sistema de creencias. El término se refiere casi siempre a la defensa de las creencias religiosas” y “la idoneidad (de un razonamiento o argumento) para hacer creer que es lo que no es mediante una visión fantástica o sea la apariencia sin existencia”.

4 Simondon concibe la individuación como una operación “…lo que hace que un ser sea él mismo, diferente a todos los demás, no es ni su materia ni su forma sino la operación a través del cual su materia ha adquirido forma en un cierto sistema de resonancia interna”. Citado por Builes (2018).

5 El uso que hace Stiegler del término, parece provenir de discretio, palabra latina que se refiere a separación, distinción por medio del intelecto (razón), discernimiento, por lo tanto, al “arbitrio o buen juicio de alguien” (RAE, 2014).

6 El nihilismo para Nietzche es “síntoma de la decadencia donde el resentimiento, la reactividad, la gregariedad serían los alfileres de la voluntad de la nada” (Vignola, 2020, p.7).