La ensoñación de la virtualidad
The dreaminess of virtuality
Claudia Marleen Velázquez Sánchez https://orcid.org/0000-0003-2549-6009
Universidad de Guanajuato, México
leen1882@gmail.com
Recibido: 2/10/2022
Aceptado:
4/12/2022
Citación sugerida: Velázquez Sánchez, C. M. (2022). La ensoñación de la virtualidad. Latin American Journal of Humanities and Educational Divergences. 1 (2),1-17.
Resumen
El presente artículo aborda los planteamientos principales de Jean Baudrillard sobre la fase del simulacro correspondiente a la hiperrealidad. El objetivo es acercarnos a la noción de percepción y cómo acontece ésta en un entorno en donde el objeto técnico en su carácter tangible es llevado más allá de sí mismo a través de la virtualidad. Tomamos como punto de referencia las diferencias existentes entre el ciberespacio-tiempo real y las intuiciones de espacio y tiempo como formas a priori de la sensibilidad. Con esta distinción podemos enunciar que la crítica que Baudrillard lleva a cabo no se sitúa en el plano de la teoría del conocimiento, sino en el de las representaciones sensibles del sujeto y del objeto que desembocan en el objeto de consumo. Para ello también tomamos en cuenta ideas de Paul Virilio (concepto de aceleración) y Román Gubern (desarrollo de la imagen hasta desembocar en la imagen hiperreal).
Palabras clave: hiperrealidad, percepción, Baudrillard, ciberespacio, realidad virtual
Abstract
This article deals with Jean Baudrillard's main approaches to the phase of the simulacrum corresponding to hyperreality. The objective is to approach the notion of perception and how this occurs in an environment where the technical object in its tangible character is taken beyond itself through virtuality. We take as a point of reference the existing differences between cyberspace-real time and the intuitions of space and time as a priori forms of sensibility. With this distinction we can state that Baudrillard's critique is not situated on the plane of the theory of knowledge, but on that of the sensible representations of the subject and the object that lead to the object of consumption. For this purpose, we also take into account the ideas of Paul Virilio (concept of acceleration) and Román Gubern (development of the image until it leads to the hyperreal image).
Keywords: hyperreality, perception, Baudrillard, cyberspace, virtual real
¿Qué hubiese dicho uno de nuestros antepasados de haber visto
estos bulevares iluminados con un resplandor comparable al del sol,
estos miles de coches circulando sin ruido por el silencioso asfalto de las calles,
estos almacenes magníficos como palacios, de donde se expandía
la luz con blancas irradiaciones, estas vías de comunicación
anchas como plazas, estas plazas amplias como llanuras […]
estos viaductos tan ligeros, y, por último, estos trenes
resplandecientes que parecían surcar los aires con rapidez fantástica?
París en el siglo XX
Julio Verne
Introducción
“Un año allí y aún soñaba con el ciberespacio, la esperanza desvaneciéndose cada noche. Toda la cocaína que tomaba, tanto buscarse la vida, tanta chapuza en Night City, y aún veía la matriz durante el sueño: brillantes reticulados de lógica desplegándose sobre aquel incoloro vacío...” (Gibson, 2021: 6). Ya en el año de 1984, William Gibson había concebido el mundo como un lugar ambientado y determinado por algo llamado realidad virtual: un universo inmerso en la estructura de la inteligencia artificial en el que fue hipostasiado todo lo que antaño fue real. Así es como, dentro del marco de la literatura, surge el término de ciberespacio: como la posibilidad de transformar no sólo el entorno, sino también el múltiple y complejo entramado de las fisiologías de los cuerpos humanos en una fusión indistinguible de la artificialidad.
Ahora bien, ¿no es acaso posible especular que la historia del objeto técnico es la historia de la humanidad misma? ¿Hay algún momento en el que tal objeto le resulte tan ajeno al hombre que no lo reconozca como parte de sí? O, ¿hasta qué punto podemos hablar de una autonomía técnica? El planteamiento que propone Régis Debray nos resulta sumamente revelador y lo consideramos como un fundamental punto de partida para este artículo:
[…] la historia de la técnica de lo visible no empieza con las cámaras, como tampoco empiezan las tecnologías de la inteligencia con los ordenadores. El bisonte grabado en Altamira es ya un artefacto, como una tabla de multiplicar es ya una máquina. Si «la evolución de la vida continúa con medios diferentes de la vida» (Stiegler), la evolución del mundo sensible ya no la deciden nuestros sentidos naturales, como tampoco la evolución del mundo intelectual es promovida en lo sucesivo por la suma de las inteligencias individuales. (Debray, 1992, p. 111)
Es desde esa perspectiva que nos interesa indagar sobre el papel que desempeña el ciberespacio en el ámbito de la percepción y la sensibilidad. No como una repentina imposición sin antecedentes que, aunque para desarrollarse necesite como factor intrínseco la velocidad y que, por esa misma razón, algunas de sus particularidades sean difíciles de digerir, nos lleve a la resolución dicotómica y radical de que alguna vez hubo una forma de existencia natural de la que participamos sin necesidad de artefacto o mediador alguno.
Para acercarnos a ello, es importante tener en cuenta algunas consideraciones sobre lo que se entiende por espacio y tiempo como las formas puras de la intuición que hacen posible la formulación de la teoría del conocimiento. Partimos de Kant como el representante de ello por antonomasia. Esto con la finalidad de establecer matices a lo que Baudrillard propone como hiperrealidad: entorno de producción exacerbada y obscena de imágenes informáticas que determinan el lugar del hombre en un mundo que desaparece y que, en su desaparición, se lleva consigo lo más íntimo de la humanidad. La realidad virtual como suplantadora de lo real en donde el espacio y el tiempo se miniaturizan para darle lugar al ciberespacio y a la instantaneidad. Estos planteamientos tendrían de fondo el problema de que, si el espacio y el tiempo se encuentran en función del sujeto, pero éste se desvanece junto con el objeto en el escenario hiperreal para abrirle paso a sus sustitutos visuales, entonces las categorías espacio-tiempo no tienen cabida en su carácter de intuiciones, sino sólo como vehículos para la transmisión de información.
1. Espacio y ciberespacio
Uno de los postulados desde los que parte Baudrillard para llevar a cabo su crítica a la hiperrealidad, consiste en dar cuenta de la relación fracturada que hay entre el espacio inmerso en la realidad virtual o ciberespacio y el espacio real. Se tiene como síntoma principal de esa fractura el desfase o destitución que el espacio real parece sufrir con respecto al virtual. Surge entonces una disociación entre un espacio virtual de altísima frecuencia y un espacio real de frecuencia nula. Ya no hay nada común entre ellos, ni tampoco comunicación alguna: la extensión incondicional de lo virtual (que no incluye sólo las nuevas imágenes o la simulación a distancia, sino todo el ciberespacio de la geofinanza, el de los multimedia y de las autopistas de la información), esta extensión conlleva una desertización sin precedentes del espacio real y de todo lo que nos rodea. (Baudrillard, 1994, p. 71)
Desde esta perspectiva, el espacio real desaparece conforme las expresiones virtuales del ciberespacio se engrandecen. De manera general, sabemos que, para Baudrillard, el espacio virtual tiene que ver con el imperio de la imagen y la conectividad informática, pero, por otro lado, queda la duda: ¿qué es aquello que caracteriza como espacio real y en qué sentido acontece su desertización? Con ello podría referirse a dos ámbitos distintos: 1) a la disposición de la razón para representarse el objeto en la conciencia (espacio como forma a priori de la sensibilidad), y 2) a la diversidad de objetos que ha surgido de la técnica y que forma parte de los lugares que habitamos en tanto civilizaciones.
La primera tiene que ver con las precisiones que Kant ofrece sobre el concepto de espacio en su Crítica de la razón pura. Lo primero es dejar ver que el espacio no es sólo una extensión física o un lugar en el que se sitúan las cosas. La configuración del espacio no llega al sujeto luego de este haber experimentado el ordenamiento de determinados objetos externos a él, sino, por el contrario, la instalación de tales objetos sucede gracias a la capacidad que posee el sujeto de generar una representación espacial: “la representación del espacio no puede estar tomada de las relaciones del fenómeno externo a través de la experiencia, sino que si esta experiencia externa misma es posible, lo es solamente a través de una representación pensada” (Kant, 2010: 64). En otras palabras, no se trata de que, a partir de una serie de particularidades de los objetos llegue a formarse la abstracción del espacio, como si éste necesitara forzosamente de antecedentes empíricos (Hartnack, 1977, p.23). Así, el espacio no es determinado por los fenómenos externos, sino más bien siempre es “condición de posibilidad de los fenómenos” (Kant, 2010, p.64).
Kant establece la importancia de distinguir la intuición (juicio sintético a priori) de la sensación (juicio analítico a posteriori) y, en este sentido, el espacio y el tiempo como formas a priori de la sensibilidad son intuiciones universalmente válidas y necesarias independientemente de los acontecimientos de la experiencia que se le relacionen. La sensación, por otro lado, responde a ciertas cualidades específicas no de los objetos en sí, sino de la representación sensible que tenemos de ellos:
Ni el sabor ni los colores son condiciones indispensables para que puedan convertirse en objeto de nuestros sentidos. Se hallan ligados al fenómeno como efectos, producidos de forma puramente accidental, de nuestra peculiar organización. […] El espacio, en cambio, sólo hace referencia a la forma pura de la intuición. No incluye, pues, ninguna sensación (nada empírico) y todas las clases y determinaciones del espacio pueden, incluso deben, ser representadas a priori, si han de surgir tanto conceptos de figuras como relaciones. Si las cosas son para nosotros objetos externos es sólo gracias al espacio. (Kant, 2010, p. 68)
Sabemos que la crítica de Baudrillard a la hiperrealidad se dirige contra la desertización del espacio real en donde el objeto es suplantado por la imagen del objeto, pero una vez más retomamos la pregunta: ¿qué o cuál es ese espacio real que se hunde en el vacío? La figuración del objeto, incluso en su calidad de signo a través de una pantalla, se constituye en la conciencia como una sensación no como una intuición. Sensación como un dato empírico cuyo efecto se presenta principalmente a la vista. El espacio, tal como lo hemos caracterizado a partir de Kant, posibilitaría, en todo caso, la disposición en la conciencia de todas las imágenes de objetos que se producen en el entorno hiperreal. Si no fuera por ello, seríamos incapaces de dar cuenta de semejante exacerbada producción icónica.
Si bien Baudrillard llega a afirmar que, en la fase del simulacro correspondiente a la realidad virtual, no hay sujeto cognoscente ni objeto conocido, no consideramos que se refiera a que verdaderamente el conocimiento no pueda llevarse a cabo sólo porque las representaciones sensibles de los objetos hayan cambiado. Más bien plantea, en primera instancia, que el ideal del sujeto cognoscente de la Modernidad tal como lo caracteriza Kant, es un sujeto principalmente crítico en busca de su autonomía. En la hiperrealidad esta búsqueda se ve mermada en la medida en que el sujeto, al ser suplantado por su propia imagen, deja de ser sujeto y se vuelve objeto de consumo. De esta manera, la desertización del espacio real al que hace referencia Baudrillard no se sitúa en el nivel del espacio como intuición pura de la sensibilidad; no podríamos saber si tal categoría como predisposición lógica puede, en efecto, ser suprimida, pero sí podemos dar cuenta de las consecuencias que los objetos técnicos aportan al plano de la sensación. Por tanto, nos remitimos ahora a la segunda opción: espacio real como el despliegue o evolución de objetos técnicos que le han dado forma a las civilizaciones.
Baudrillard se muestra reticente a la configuración de una realidad que responda enteramente al procesamiento de datos o sistematización informática en donde, como hemos dicho, la autonomía y volición humanas parecen quedar abolidas. Si bien una crítica a ello es también una crítica a toda una estructura económica, política y educativa en la que deben disminuirse las cualidades más brillantes del sujeto para permitir que el engranaje colectivo-masivo sea funcional, podemos ver además una preocupación por la desaparición del carácter tangible del objeto técnico. Tangible en la medida en que sujeto y objeto comparten particularidades físicas que requieren cierto esfuerzo para ser descubiertas. La realidad informática viene a develar todo lo que en el mundo había de oculto y enigmático, por ello no es fortuito que Baudrillard caracterice a la hiperrealidad como una realidad obscena en tanto sumamente explícita. Si bien las imágenes de las pantallas y la creación de entornos digitalizados de los que el hombre puede ser partícipe ofrecen una experiencia sensorial, mantienen una distancia sumamente significativa con los objetos que se desarrollan en ámbitos no informáticos.
Una de las diferencias más interesantes radica en la exposición al riesgo o peligro: la interacción con un objeto tangible siempre trae consigo un elemento sorpresivo, pues las posibilidades de desenvolvimiento que brinda tal objeto no siempre se encuentran en el control del sujeto que lo manipula. El objeto somete al sujeto a experiencias que requieren determinadas habilidades. Pensemos, por ejemplo, en el piloto de un avión. Operar ese artefacto de vuelo implica la probabilidad de que algo falle y, aunque no se pierda la vida, puede generarse un accidente fatídico. No en vano una de las primeras intrusiones de la realidad virtual en la historia técnica se dio con las simulaciones o prácticas de vuelo antes de manipular un avión de verdad.
En este orden de ideas, la virtualidad puede llegar a parecer siempre una especie de prueba, algo que en sí mismo no ocasiona un daño real o, en todo caso, se evita la posibilidad de exponerse a circunstancias que lo provoquen. En cierto sentido, esa ha sido una de las grandes razones de por las que ha contado con una evolución tan acelerada. Baudrillard dice al respecto que la realidad virtual no sólo conlleva la desaparición del espacio real, sino la tendencia a disminuir cada vez más los riesgos propios de la existencia al grado de que, no le sorprendería que en determinado momento el hombre viva en una burbuja completamente esterilizada, lejos de todo peligro.
Un discernimiento un poco más optimista nos dice que el ciberespacio podría erigirse más bien como una nueva dimensión del espacio. Contar con la espacialidad en su extensión física con sus dimensiones: arriba, abajo, profundidad, y ahora, virtualidad. Esto querría decir que el ciberespacio puede fungir como un complemento del espacio para ahí llevar a cabo todo lo que físicamente no es posible. Esto, en el mejor de los casos, desembocaría en una realidad enteramente ordenada en donde lo realizable sucede en extensiones concretas de espacio y los modelos a realizar, se hallan en el ciberespacio. Esto lo propone Héctor Gómez haciendo referencia a Alejandro Piscticelli:
el arte computacional es la simulación de la realidad en la cual el espectador crea la realidad para experimentarla, donde lo virtual opera y actúa en el campo perceptual y sensorial, genera mundos que se comunican al compartirlos, y esto propicia cambios en el imaginario social al expandir las dimensiones de lo real. (Gómez, 2007, p. 179)
Sin embargo, en la práctica, cada vez resulta menos clara la línea que divide la disposición palpable de los objetos y el ciberespacio. Cuando a mediados del siglo pasado se interactuaba con un computador, era necesario ingresar a un cuarto específico y colocar el cuerpo en determinada postura para poder manipular el artefacto que, por lo demás, era de un tamaño considerable. Es decir, era posible distinguir el momento en el que se entraba a la modalidad virtual de la realidad del momento en el que la vida cotidiana continuaba lejos de ello. El ordenador figuraba como una herramienta para llevar a cabo un intercambio muy concreto de información. No obstante, eventualmente esa máquina va despojándose de su carácter puramente utilitario. La computadora en sus versiones cada vez más ergonómicas y el carácter bidireccional y simultáneo de la interacción entre usuarios gracias al internet permite un amplio campo de acción del sujeto que repercute en diversos niveles, incluyendo el tiempo libre. Es decir, aquello que comienza como un objeto de trabajo que facilita la resolución de tareas, se compenetra tanto en la vida del sujeto que este puede deslindarse de la exigencia de ser productivo haciendo uso del computador compacto configurado ya como teléfono móvil.
Si bien el ciberespacio nace como una expresión operativa de un sistema informático, no puede negarse que termina impregnándose en el objeto técnico tangible: el desarrollo de uno está en función del otro. El ciberespacio termina por constituirse como todo el ambiente computarizado en el que eventualmente el mundo necesita desarrollarse haciendo uso de todo lo que esté a su alcance. De esta manera, la definición de ciberespacio como “el espacio virtual creado por una red interconectada electrónicamente y en cuyas terminales encontramos computadoras” (Flores, Gaspar, 1997, p. 91) se transforma en una realidad más íntima en la que, más que un suplemento o un complemento del espacio, o más que simples circuitos conectados, se concibe como una forma de ver y comprender el mundo. Se deja de lado la idea de que, como ya hemos señalado, es sólo una herramienta útil para solucionar problemas de la cotidianidad o para establecer comunicaciones a larga distancia y se instaura más bien como un modo de experimentarnos también a nosotros mismos.
Ahora bien, una consecuencia de ello es que surge la ilusión de que los humanos interactúan entre ellos a distancia cuando en realidad se trata de una serie de sistemas electrónicos estableciendo puntos de conexión entre ellos. Alguien podría objetar esta postura si parte de un punto de vista puramente funcional. Es decir, se puede caer en cuenta de que los entornos virtuales de lo que Baudrillard llama hiperrealidad son virtuales en la medida en que cuentan con un enlace eléctrico y electrónico que los hagan funcionar y, fuera de esa conexión, la virtualidad podría desmoronarse fácilmente. Sin embargo, afirmar eso es ignorar por completo que la virtualidad ya es parte de la constitución del hombre contemporáneo. Si un día las conexiones de las redes llegan a colapsar, el hombre no volverá a ser lo que solía ser (lo que sea que eso signifique) ni se reencontrará con el puro entorno orgánico para liberar su cuerpo y sus sentidos de manera natural. La visión del hombre es ya una visión digitalizada del mundo. La realidad virtual no es una sala a la que se pueda acceder y salir como si fuera un espacio ajeno a nosotros, sino que es la posibilidad presente en cada cosa de ir siempre más allá de sí misma, incluso rebasando los límites de su espacialidad física.
2. La inmediatez y el tiempo real
Además de lo ya señalado, el ciberespacio posee la imprescindible condición no sólo de la velocidad como una especie de ritmo constante en el que las unidades mínimas de información deban navegar sin interrupción, sino de la aceleración: entre mayor sea la aceleración, mejor acontece la interconectividad.
Podemos rastrear de manera breve, los antecedentes de esta velocidad y la necesidad de acelerarla y ser partícipes de ella desde el momento en que
[…] el crecimiento de la red
ferroviaria permitió la generalización de la percepción del
espacio en movimiento deslizante y agudizó las estrategias
perceptivas para captar el instante visual, que la fotografía
llegaría a congelar a finales del siglo con sus instantáneas. El
desarrollo de nuestra iconosfera creció paralelamente al incremento
de las tasas de velocidad de la vida urbana. (Gubern, 1996, p.122)
Ya desde el desarrollo del ferrocarril, el hombre percibía el entorno como algo resquebrajado por la velocidad, como un conjunto de figuras amorfas que ya no hablaban de un paisaje, sino de un vertiginoso movimiento, Paul Virilio dice al respecto que
La buena broma de la aceleración ferroviaria del vapor ya implicaba muchos medios de “destrozar la carne” y la ilusión óptica del transporte, al sacar a luz el horizonte externo, tenía el poder de transformarlo en abismos y luego en profundidades abisales, muy pronto tan vacías como las de nuestros horizontes interiores. (Virilio, 1996, p. 92)
De esta manera, la rapidez con que viajaba el ferrocarril fue uno de los factores que condicionó al ojo humano para percibir al mundo incluso a altas velocidades. Ahora que, si nos vamos aún más lejos, podemos ver que “desde la invención de la rueda y de la navegación, los medios mecánicos de transporte han ido reduciendo implacablemente la percepción de las distancias, iniciando un doble proceso de aceleración y contracción del tiempo y del espacio” (Levis, 2011, p. 18). Sin embargo, en el entorno hiperreal existe la posibilidad de que el hombre no se desplace dentro de un vagón vislumbrando el paso del espacio en fracciones de segundos; el cuerpo no está enteramente sometido a la velocidad, más bien, el ciberespacio permite que el sujeto permanezca quieto y es aquél el que le pone a la vista la información viajando a la velocidad de la luz. Con relación a esto, Román Gubern dice que
El ciberespacio es, en efecto, un paradójico lugar y un espacio sin extensión, un espacio figurativo inmaterial, un espacio mental iconizado estereoscópicamente, que permite el efecto de penetración ilusoria en un territorio infográfico para vivir dentro de una imagen sin tener la impresión de que se está dentro de tal imagen, y viajar así en la inmovilidad. (Gubern, 1996, p. 166)
En suma, podemos hablar de dos grandes revoluciones que la velocidad ha sufrido: una es la del transporte desde el siglo XIX y otra es la de las transmisiones a lo largo del siglo XX, ésta última modificada por el desarrollo de las tecnologías de la información. Es, en consecuencia de éstas, que se percibe una referencia de tiempo y velocidad distinta. Es decir, el tiempo en el que nos desenvolvemos no trata sólo sobre la urgencia de reducir la espera al momento de trasladarse de un lugar a otro, sino de poder permanecer en la quietud y, aun así, exigir que todo alrededor suceda de manera inmediata. Los medios de comunicación han buscado desde siempre esa inmediatez para mantener a la gente informada lo más pronto posible, sólo que, dentro de la conectividad acelerada, se puede estar informado de todo lo que sucede en todo el mundo; la información llega tan rápido que, mientras nos percatamos de un acontecimiento, ya están llegando datos nuevos sobre otro suceso. Es por ello por lo que las informaciones se generan para durar poco tiempo.
En un ámbito cibernético, la reducción de la espera es la esencia de su funcionalidad. El ciberespacio está ahí para salvarnos del tedio que nos proporciona la lentitud de la distancia geográfica, por ejemplo. En ello radica la inmediatez y la transmisión acelerada de la información, en hacer del medio tecnológico un vehículo que se traslade por nosotros: habitamos un mundo que actúa por nosotros y actúa rápido. ¿Hemos dirigido conscientemente nuestra vida hacia la aceleración y por ello nos es tan natural desenvolvernos en el ciberespacio? Lo cierto es que somos ya el ser de la creciente velocidad, ¿qué vendrá como consecuencia de ello? Tal vez aún no podríamos darnos cuenta de su alcance, sólo seguimos avanzando hacia lo desconocido. Una reflexión al respecto la ofrece Virilio:
La rapidez de una especie siempre es para ésta un signo de muerte precoz […] También es un importante factor de envejecimiento […] A la inversa, con la mecanización de la producción y del transporte, la duración media de la vida humana irá en aumento, en parte gracias a cierta disminución del impulso motor de los individuos, a un menor esfuerzo físico. (Virilio, 1996, p. 92)
Esta aceleración desemboca casi naturalmente en la desaparición de la distancia: el ciberespacio es siempre ausencia de distancia, pues entre más alejados se encuentren dos puntos y entre más tiempo se requiera para ir de uno a otro más parece que se vive en épocas remotas, prehistóricas. Se sabe, además, que un tiempo de espera excesivamente prolongado es, en la mayoría de los casos, sinónimo de fallas en el sistema.
Los autores que hemos referido aquí (Virilio, Gubern y Baudrillard), habían atisbado desde los años setenta, como consecuencia de las transformaciones de los medios de comunicación masiva, una reducción en la distancia real a cambio de la información transmitida casi inmediatamente a través de la televisión, monumento por excelencia del siglo XX. Sin embargo, es a partir de los años noventa que, con la reproducción comercial del Internet, toda especulación acerca de la desaparición de la distancia real, cobra cierto carácter tangible. Resulta un tanto irónico que nuestras comunicaciones sean tele-comunicaciones en una extensión espacial que más bien se torna nula. Antulio Sánchez lo dijo tres años antes de que el milenio llegase y unos cuantos años previos a que el Internet comenzara a desbordarse como lo hace actualmente, al menos en Latinoamérica: Internet produce una doble y agitada sensación: lo que acaba de acontecer corresponde al mundo de lo distante, y al mismo tiempo, lo remoto milenario llega con el chasquido de los dedos. Como instrumento inscrito en un tiempo de aceleración, Internet ejemplifica que el tiempo de hoy es vertiginoso: no es que los días y el transcurso como tal caminen de manera más veloz, sino que mayores acontecimientos se dan en la actualidad, las cosas ya no circulan de modo escalonado, sino al mismo tiempo (Sánchez, 1997, p. 56).
Podemos decir entonces que la distancia anulada permite que todo suceda en un constante ahora, es por ello que los mismos intereses del sujeto no se inclinan ya hacia una preocupación del lugar en donde ocurre tal o cual acontecimiento, sino más bien, exigirá que, independientemente del espacio geográfico, la información llegue a él lo más pronto posible, pues “la cuestión no consiste tanto en saber a qué distancia se encuentra la ‘realidad’ transmitida, sino a qué velocidad viene a mostrarse su imagen sobre nuestras pantallas.” (Virilio, 1996: 17). Es así como en la relación entre ciberespacio y aceleración cobra gran relevancia el concepto del tiempo. Sin embargo, tal como se estableció la diferencia entre el espacio como una forma a priori de la sensibilidad y la disposición espacial del objeto técnico tangible, es importante señalar que, al hablar de tiempo, tampoco nos referimos a su condición de intuición tal como la caracteriza Kant:
El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto es, del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno. Pues el tiempo no puede ser una determinación de fenómenos externos. No se refiere ni a una figura ni a una posición, etc., sino que determina la relación entre las representaciones existentes en nuestro estado interior. (Kan, 2010, p.72)
Una vez más es necesario recordar que aquello que se despliega de manera rápida en la hiperrealidad hace referencia a la imagen y la conectividad, es decir, nos encontramos en el plano de las sensaciones y no de las intuiciones. Baudrillard llega a afirmar que, en la realidad virtual, el tiempo es “una dimensión ahora inútil en su desarrollo, a partir del momento en que la instantaneidad de la comunicación ha miniaturizado nuestros intercambios a una sucesión de instantes” (Baudrillard, 1994, p. 16). Con ello terminamos de darnos cuenta de que el filósofo francés no se refiere al tiempo como una intuición pura en función del sujeto, sino al tiempo como la duración necesaria para que algo pueda desarrollarse sin la urgencia de cumplir con los estándares de la transmisión de información. Es decir, una temporalidad que acontezca como parte de un proceso que va encontrando su propio camino.
La constante urgencia y la sensación de que todo intercambio de comunicación es una emergencia, crean el efecto de que en todas partes acontece algo importante para nosotros de ver; la saturación de información genera una nula capacidad de selección:
En el torbellino de la información donde todo cambia, se intercambia, se abre, se derrumba, se hunde, se ahonda, se levanta, se expande y finalmente se pierde al cabo de veinticuatro horas, y a partir de ahora mucho menos […] se hace entonces claramente evidente que la duración es una enemiga tan natural de los medios como el agua del incendio. (Virilio, 1996, p.59)
Es gracias al tiempo inmerso en los medios de comunicación masiva que nace el tiempo real: acontecimiento transmitido paralelamente al momento en que está sucediendo. Es relevante señalar que, de manera inversa a la concepción de espacio real como la disposición no informática del objeto técnico, el tiempo real sí se considera un término que nace de las interacciones comunicativas. En su momento resultó impresionante ver la transmisión a nivel mundial de Neil Armstrong cuando alunizó en el año de 1969. Luego en 1971 se grabó por primera vez un reality show con la familia Loud en Estados Unidos, generando con ello la impresión de que la imagen proyectada no se constituía como algo lejano a la cotidianidad, sino que se podía formar parte de ella. No sólo basta con ver transmitida la información, sino, además, presenciar el momento en que está sucediendo, ¿por qué? Se cree más fiel tal información si uno también es testigo, aunque sea desde casa:
La transmisión en tiempo real legitima aún más el paso de «eso es» al «es realmente eso». Ver las cosas cuando pasan nos produce la sensación de que leemos el mundo como si fuera un libro abierto. La coincidencia del hecho y de su imagen incita a tomar el mapa por el territorio. Ésa sería la alucinación límite de la era visual: confundir el ver y el saber, la chispa y la luz. (Debray, 1992, p.294)
Dichas transmisiones en tiempo real causaron tal revuelo que, desde aquellos momentos a la fecha, es la forma en que la comunicación se lleva a cabo. Sin embargo, ha sido tanto el éxito de dicho formato de transmisión, que los medios para obtener más credibilidad han armado escenarios que parezcan “reales” haciendo de sus comunicados, más que eventos de información, grandes espectáculos que intentarán engañar al tele-espectador. El acontecimiento mismo, que pretende hacerse pasar como “real”, como aquello que en verdad está sucediendo y está siendo captado por las cámaras en ese instante, se vuelve un artificio, una artimaña, un mero objeto de entretenimiento por ser ya una forma de espectáculo previamente preparado. Y, aunque no fuese de esta manera, el acontecimiento pierde relevancia y peso por estar sometido a lo efímero de los medios de comunicación. El hecho transmitido no es ya trascendente, lo que importa es que la imagen del acontecimiento pase la prueba de lo verídico, prueba que no requiere más que grabar el acto en el momento en que aparentemente sucede.
Conclusión
El panorama que nos ofrece Baudrillard tiene un peculiar tinte que nace de su postura pesimista sobre la cultura mediatizada. Con ello no nos referimos a que, con su crítica esté proponiendo la vuelta a un pasado que ya es inalcanzable. No se trata de una simple añoranza por determinadas épocas en las que la proliferación de la imagen respondía a una especie de realidad profunda en comparación con la imagen hiperreal, que es autorreferencial. El tono amargo que a menudo encontramos en este autor no se define tampoco como una nueva iconoclastia, aunque llegue a hacer afirmaciones radicales como con el surgimiento de una imagen, algo siempre desaparece. Tal forma oscura de dibujar la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del XXI no tiene que ver tampoco con una imposición de cómo deberían ser las sociedades o cómo debería desplegarse el pensamiento. Baudrillard no es prescriptivo. Lo que nos ofrece, en todo caso, es más bien un diagnóstico.
Es bien sabido que lo que el pensador francés caracteriza como hiperrealidad tiene de referencia principal a la sociedad estadounidense y eso ya nos brinda un atisbo de cuáles son los aspectos que pueden ser resaltados y que, incluso, matizan considerablemente el dejo pesimista del filósofo. La crítica al carácter artificial en el que se sitúan los medios de comunicación y la denuncia de la suplantación de lo real por la imagen encuentran su génesis en la american way of life, en Disneyland, en las ciudades perpetuamente iluminadas que nunca duermen. Desde esta perspectiva, cuando Baudrillard afirma que en la hiperrealidad:
La metafísica entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de la simulación es la miniaturización genética. Lo real es producido a partir de células miniaturizadas, de matrices y de modelos de encargo. (Baudrillard, 1978, p. 10)
No consideramos que esté apostando por la creación de una nueva metafísica ordenadora o por volver a las dicotomías de las filosofías racionalistas. El problema de hecho no es (quizá), que exista todo un sistema de simulacros, que haya realidades aparentes o juegos de ilusión, sino que la complejidad de la existencia, de las interacciones humanas o incluso del propio razonamiento tengan que ser falseados y mutilados sólo con la finalidad de ser representados en una suerte de maqueta limitada, por más sofisticada que sea, casi como si se tratara de un Show de Truman.
Contribución de autoría
Diana Jaid Martínez Navarro fue la única autora.
Fuente de financiamiento:
Autofinanciado
Potenciales conflictos de interés:
Ninguno
Referencias
Baudrillard, J. (1978). Cultura y simulacro. Editorial Kairós.
Baudrillard, J. (1994). El otro por sí mismo. Anagrama.
Debray, R. (1992). Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Ediciones Paidós.
Flores Olea, V. y Gaspar de Alba, R. (1997). Internet y la revolución cibernética. Ed. Océano.
Gibson, W. (2021). Neuromante. Minotauro.
Gómez, H. (2007) Mundos digitales: entre la fragmentación y saturación. Estética, cultura y videojuegos en Valdivia, B. (comp.), La muerte de Venus: la fragmentación en la estética actual (pp. 165-187). Azafrán y Cinabrio Ediciones.
Gubern, R. (1996). Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto. Editorial Anagrama.
Hartnack, J. (1977). La teoría del conocimiento de Kant. Cátedra.
Levis, D. (2011). Arte y computadoras. Del pigmento al bit. Biblioteca Ártica
Kant, I. (2010). Crítica de la razón pura. Gredos.
Sánchez, A. (1997). Territorios virtuales. Taurus.
Virilio, P. (1996). El arte del motor. Aceleración y realidad virtual. Ediciones Manantial.