El topo y la serpiente

The mole and the snake



Sandro Chignola https://orcid.org/0000-0002-7360-6017

Universidad de Padua, Italia

sandro.chignola@unipd.it

 

 

Recibido: 1/10/2022

Aceptado: 20/12/2022


Citación sugerida: Chignola, S. (2022). El topo y la serpiente. Latin American Journal of Humanities and Educational Divergences. 1 (2),1-27.



Resumen

El presente texto pretende problematizar las figuras zoopolíticas que Deleuze evoca respecto a la adaptación de la vida, específicamente de la vida resistente al biopoder, término introducido por Foucault para aludir a las transformaciones relacionadas con el sistema capitalista. Es así que el texto se encuentra dividido en dos partes; en la primera se establece un punto de entrada en la relación que hace Foucault entre la biopolítica y el significado de "gobernar la vida". En la segunda parte se hace una reflexión a partir de Deleuze sobre el control disciplinario y las sociedades de control a partir de las figuras conceptuales de el topo y la serpiente propuestas por el autor.

Palabras clave: Biopolítica, Deleuze, Foucault, sociedades de control, sociedades disciplinarias, sistema capitalista.

Abstract

This text aims to problematize the zoopolitical figures that Deleuze evokes regarding the adaptation of life, specifically life resistant to biopower, a term introduced by Foucault to allude to the transformations related to the capitalist system. Thus, the text is divided into two parts; In the first, an entry point is established in the relationship that Foucault makes between biopolitics and the meaning of "governing life." In the second part, a reflection is made from Deleuze on disciplinary control and control societies from the conceptual figures of the mole and the snake proposed by the author.

Kewywords: Biopolitics, Deleuze, Foucault, control societies, disciplinary societies, capitalist system


Cuando en su investigación Foucault introduce el término biopoder quiere aludir a una serie de transformaciones relacionadas con el sistema capitalista. La vida entra en el ámbito del poder tanto en los términos de una “inserción controlada de los cuerpos” en el sistema social de producción, como en los términos de una “adaptación de los fenómenos de la población a los procesos económicos”. Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos –todavía separados provisoriamente en el siglo XVII– entre los cuales se ha desarrollado la organización del poder sobre la vida. Por este motivo, el biopoder es una “tecnología de dos caras” (Foucault, 1976, p. 183) que supera los límites de la matriz jurídica de la soberanía y redefine sus perfiles espacio-temporales de referencia y aplicación; y somete la “vida”, entendida aquí tanto como el conjunto de las constantes esquelético-musculares individuales que deben ser disciplinadas y encuadradas dentro de los procesos productivos y reproductivos organizados, como el conjunto de las actitudes específicas de la especie que vuelven al hombre un animal cooperativo y relacional.

En otro lugar he señalado (Chignola, 2014, p. 54 ss.; 2015) cómo estos dos polos en la semántica propia del cuerpo, de algún modo, se vuelven indistinguibles: en el léxico del primer libro del Capital, tanto el cuerpo (Körper) (que el latín corpus toma del griego sōma, remitiendo, al indicar el cadáver, a la objetividad material del cuerpo inerte y moldeable) como la fuerza de trabajo implicada en la relación del capital que se inscribe como una dynamis en la “lebendliche Leiblichkeit” (Marx, 1962, I, 2, p. 181; en esta segunda acepción, “Leib”, “cuerpo”, deriva de la raíz gótica *Leif, que aparece en “Leben” como en el inglés “life”; Kluge, 1899) se refieren a las modalidades a través de las cuáles el viviente –los músculos y el cerebro, señala Marx– está incluido en el dispositivo de la fábrica.

El capitalismo sólo pudo consolidarse controlando la inclusión de los cuerpos en el sistema de producción y adaptando los fenómenos de la población a los procesos económicos. Y este proceso requirió que toda una serie de tecnologías atravesaran a la sociedad, redefiniendo su significado y su concepto (eso que surge entonces como lo “social”, una nueva adjetivación que marca la redefinición de toda una serie de saberes e instituciones que buscan hacer compatibles la acumulación de los hombres y la acumulación del capital) para ampliar y reproducir los ciclos de extracción de plusvalía.

Varias son las cuestiones a tener en cuenta en este enfoque foucaultiano del problema. La primera –es casi obvio recordarlo– es que Foucault nunca tuvo la intención de distinguir las “épocas” de la política. Las disciplinas y el biopoder interactúan entre sí, disponiéndose de manera diferente según la especificidad de las tecnologías que se despliegan en la puesta en valor de la vida. La segunda –que fue completamente eliminada de los dialectos de la “vida desnuda”– es que Foucault, podría decir que en estrecha relación con las corrientes más innovadoras del marxismo de esos mismos años (Negri, 2017, p. 193), fija en este mismo nivel las resistencias y las líneas de fuga que prescinden de la relación de sometimiento de la vida al capital. Foucault no solo enfatiza cómo la vida, al no estar nunca del todo integrada, escapa continuamente a las tecnologías que la dominan y la gestionan (“sans cesse elle leur échappe”, escribe, Foucault, 1976, p. 188), sino que también asume el hecho de cómo, no en un nivel ideológico o utópico sino más bien en la inmanencia concreta de los “procesos reales de lucha”, “la vida como objeto político (...) literalmente se tomó e invistió contra el sistema que comenzaba a controlarla”.

Se trata de un proceso que atraviesa los siglos XIX y XX, la fase de expansión mundial del capitalismo, en la cual el léxico general de los derechos sirve para traducir instancias que ya no permiten que el gobernante decida –“ya no se espera más al emperador de los pobres, ni el reino de los últimos días, ni siquiera el restablecimiento de la justicia ancestral”– sino que reivindica directamente, y sin ninguna mediación, a la “vida” como la totalidad de los afectos y los deseos que atraviesan al individuo y lo unen a los demás: “la vida, mucho más que el derecho, se ha convertido en la apuesta de las luchas políticas”.

Obviamente, esto no solo tiene que ver con las “necesidades básicas” en relación a las cuales se está expandiendo progresivamente el espectro de beneficios inclusivos e igualadores del Welfare State. Se trata, más bien, de una parte, de la historia de las instituciones del biopoder que se refiere al intercambio de servicios sobre los cuales se viene construyendo el pacto social fordista en el siglo XX. La vida que se reivindica en y contra la relación del capital concierne más bien a las “necesidades” que se refieren a la “esencia concreta del hombre”, aquello que Foucault entiende, literalmente, como “la realización de sus virtualidades”, como la “plenitud de lo posible” (“ce qui est revendiqué et sert d'objectif, c'est la vie, entendu comme besoins fondamentaux, essence concrète de l'homme, complissement de ses virtualités, plénitude du possible", Foucault, 1976, p. 191).

Aquí está en cuestión, entonces, un cambio decisivo en el plano de rotación que involucra a la soberanía, la disciplina y el biopoder; donde ya no se evidencia la disolución de los dispositivos de soberanía y disciplina, sobre cuya permanencia se asienta el centro de gravedad del Estado y sus instituciones sino más bien el surgimiento de resistencias biopolíticas que politizan la vida. Foucault lo llama, entre comillas, “el ‘derecho’ a la vida, a la salud, a la felicidad, a la satisfacción de las necesidades”, no como algo que pueda exigirse a partir del reconocimiento de derechos o en relación con las autoridades que los derechos habilitan, sino más bien como algo que debe ser liberado de las formas de regulación que los atraviesan haciendo que los cuerpos y la “vida” sean compatibles con los regímenes de acumulación fordista. Por esta razón, lo que aquí se cuestiona no son solo los cuerpos o aquello que se objetiva como “vida” en los registros actuariales de los dispositivos de seguridad del Estado social. En realidad, lo que ilumina el nuevo terreno de confrontación entre la libertad y el poder, en el apogeo de la regulación neoliberal de la economía –solo una nota: debe recordarse que para Foucault la resistencia es siempre el “catalizador químico” que hace visibles las estrategias y trayectorias de la circulación del poder (Foucault, 1982, p. 1044)– son los procesos de subjetivación que impactan las formas de neutralización y de captura que filtrando, aprovechando y canalizando su potencia, inhiben la expresividad de la vida: “lo que eres, es todo lo que puedes ser” (Foucault, 1976, p. 191).

Parto desde aquí por varias razones. La primera es establecer un punto de entrada, tanto en relación con el debate sobre Foucault y la biopolítica, como en relación a lo que significa “gobernar la vida”. La vida no es un objeto pasivo que el gobierno somete; y el sistema de transformaciones de los dispositivos de poder que se refieren a la vida siempre va desarrollando estrategias diferentes para avanzar en contra de su irreductibilidad. La segunda razón de este trabajo–una vez declarada la primera– es indicar una nueva dirección. Me gustaría tratar de desplazar los términos de la discusión más allá de Foucault, para retomar ciertas cuestiones y líneas teóricas del debate que (también) surgió desde Foucault y, de alguna manera, viene desarrollándose. Quisiera, entonces, discutir una serie de elementos que nos permitan abordar nuevas transformaciones de los dispositivos y de las tecnologías que buscan el “gobierno de la vida”, tanto en relación al control de los cuerpos y la población en el mundo del capital, como en relación a las formas más generales mediante las cuales puede ponerse en valor la cooperación de los hombres y las mujeres, incluso y sobre todo en la libertad y la exterioridad –o mejor, en la excedencia– que signa la vida respecto al capitalismo y al régimen salarial.

l. Deleuze fue el primero en repensar, destacando los puntos de ruptura, el pasaje del control disciplinario al control biopolítico, sin referir este último a las formas del Estado de bienestar, para subrayar más bien aquello que marca una ruptura: la crisis del sistema de Bretton Woods y el final de la convertibilidad del dólar en oro. Las sociedades disciplinarias –Deleuze se refiere explícitamente a la obra de Foucault– son sociedades en las que las diferentes instituciones están separadas y cerradas, y en las cuales el sujeto que las atraviesa se produce como un individuo que siempre comienza desde cero. Escuela, ejército y fábrica, por citar los lugares y los tiempos de la identificación curricular del sujeto, segmentan su proceso de ensamblaje y trabajan (esto es básicamente lo que define la disciplina) sobre la base de un lenguaje, o de saberes, con un fundamento “analógico”. Por el contrario, aquello que él llama, retomando el término de Burroughs, las sociedades de control, son sociedades que impulsan todavía más su propio proceso, diseñándolo como una modulación de flujo ininterrumpido: la moneda se reemplaza por el algoritmo; el “moule” que identifica un nombre, por un número, un espacio determinado en un movimiento colectivo, un “moulage” permanente y flexible –un molde deformante o un tamiz, cuyas mallas cambian continuamente– cuya lógica de funcionamiento, meta-estable y ondulatoria, conecta puntos heterogéneos sin separarlos, haciéndolos más bien convivir uno junto al otro (Deleuze, 1990, p. 242).

La salida de la sociedad disciplinaria se da en la ruptura del régimen salarial: la tendencia a equilibrar el saldo entre el desarrollo máximo de las fuerzas productivas, la jornada laboral y la optimización de la plusvalía relativa, se reemplaza por una lógica empresarial general que descentraliza el instrumento legal sobre el que se mantiene ese equilibrio (el contrato) e impone una diversificación de la remuneración basada en los servicios individuales, las entrevistas, la continua capacitación, la evaluación constante de los objetivos de la persona. El continuo control –linealidad operativa del algoritmo que traza la singularidad– reemplaza aquí al examen (Deleuze, 1990, p. 243), en el cual Foucault, en cambio, identificaba el centro de los procedimientos que, dentro del marco de las disciplinas, aseguraban las funciones de desglose y clasificación en base a las cuales se organizaban la “máxima extracción de las fuerzas y del tiempo, la acumulación genética” de la subjetivación. Dicha subjetivación que se daba como apropiación de la individualidad de cada uno en el movimiento sincronizado de la masa, “composición óptima de las actitudes”, es decir, como la forma ritual general y completa de iniciación social para el sujeto que (de nuevo con Deleuze) podemos llamar matricular (Foucault, 1975, p. 188).

No hace falta decir que este enfoque del problema no se basa simplemente en la invención conceptual de Deleuze. En realidad, responde a lo que la literatura empresarial y de negocios, desde los años 80 del siglo XX, codifica como una estrategia –la “dimensión estratégica” de este proyecto ya aparece en el debate (Dardot - Laval, 2009, p. 275)– para la captura y el derrocamiento del deseo de autonomía y libertad que había desencadenado las revueltas antidisciplinarias, haciendo que los sistemas de producción fordistas fueran de hecho ingobernables. La “deconstrucción” y el “desmantelamiento” del estatuto del trabajo dependiente (taxonomías, clasificación de las tareas, figuras contractuales, steps de las carreras) se orientan, como en el caso de la moneda, a la desaparición de una referencia objetiva sobre la cual estabilizar el crédito asignado, en este caso, en la continuidad empresarial y el sistema de tareas de la división social del trabajo. Por ello, en la literatura empresarial, la incertidumbre y la complejidad con la que se describe la realidad, se convierten en los factores sobre los cuales orientar la singularización del sujeto y evaluar sus capacidades para adaptarse a las circunstancias de un mundo que, desde la crisis de las representaciones homogéneas de las clases, ahora surge como “explotado, parcelado, compuesto únicamente por la yuxtaposición de objetivos singulares” (Boltanski; Chiappello, 1999, p. 395).

Deleuze se ocupa precisamente de problematizar esta transición entre una organización societaria (una división del trabajo, traducida y organizada por saberes y poderes disciplinarios) y una sociedad de control en la que se enfrentan otros dispositivos y otras tecnologías. Aquí poco importa observar cómo Deleuze en este escenario de transición corre el riesgo –como lo harán muchos otros– de construir un contraste ideal entre procesos que, en la realidad material y en los marcos de los mismos saberes del derecho, continúan teniendo lugar como procesos entrelazados, superpuestos, estratificados, con múltiples puntos de conexión entre lógicas heterogéneas. Me interesa en cambio, con el fin de subrayar algunos desarrollos recientes en la discusión, centrarme en algunos aspectos específicos de la operación conceptual de Deleuze.

El topo y la serpiente son las dos figuras zoopolíticas que Deleuze evoca como índices de la adaptación de la vida, sobre todo de la vida resistente al biopoder: “la vieille taupe monétaire est l'animal des milieux d'enfermement, mais le serpent est celui des sociétés de contrôle” (Deleuze, 1990, p. 244). El topo se adapta a la profundidad, a la tierra; es una forma de vida que tiene que ver con la estratificación y su tránsito. Es monetario, porque se alimenta de los salarios y construye sobre los salarios los túneles que excavan las jerarquías en las que se fundan la jornada laboral y la composición salarial, desestabilizándolas hasta que implosionan. La serpiente, en cambio, es un animal sinuoso y superficial. Figura de hábito y cambio (Ravaisson, 1997, pp. 251-252): custodio del ritmo habitual del ser, de la energheia pura sin actualización; ícono puro del movimiento como energheia atelēs, la serpiente es un ejercicio vivo de desterritorialización e imagen escurridiza de la potencia del devenir.

El pasaje de un animal al otro marca la transición entre dos formaciones jurídicas diferentes –“deux modes de vie juridique très différents”, escribe Deleuze– que se corresponden con una profunda “mutación” del capitalismo. Si las sociedades de soberanía son sociedades maquínicas, donde la centralización del mando responde a un movimiento desencadenado por simples palancas, hilos invisibles que activan dinámicas descendentes rígidamente ordenadas –en este sentido, no podemos no recordar las imágenes del Estado como un mecanismo, que Schmitt identifica en el momento hobbesiano (Schmitt, 1936) y el cumplimiento administrativo de esta lógica de activación individual y colectiva en los apologistas postrevolucionarios de la centralización como Cormenin o Dupont-White (Cormenin [Timon], 1842; Dupont-White, 1860)–, las sociedades disciplinarias, en cambio, son sociedades que viven a costa de la energía. El vampiro del capital, como sabemos, debe absorber la plusvalía para alimentar su propia espectralidad y vivificar, como “beseeltes Ungehuer”, el trabajo-muerto cristalizado en el sistema de la fábrica (Marx, 1962, I, 5, p. 209), con el consiguiente “riesgo pasivo de la entropía y el peligro activo del sabotaje”. Comparadas con esta última –y es esta heterogeneidad radical, la que le interesa a Deleuze– las sociedades de control operan a través de códigos que exponen el riesgo de interferencia o piratería (Deleuze, 1990, p. 244) en la medida en que exigen programas estrechamente relacionados y abiertos a los flujos. La diferencia entre las dos estrategias de organización y orden, nuevamente, se ejemplifica a través de una referencia explícita al dinero: la disciplina siempre se ha basado en una moneda cuyo valor se refiere al oro; el control, en cambio, se refiere a las fluctuaciones, a las “modulaciones” que, como valor de referencia, asumen porcentajes y márgenes de intercambio entre las propias monedas.

La analogía monetaria, obviamente, está bien elegida. Lo que le interesa a Deleuze ya no es centrarse en una modernidad líquida en la que los sujetos simplemente se liberen del anclaje a las instituciones disciplinarias, sino la forma particular de producción y control de la subjetividad que se determinada por la reorientación del capital de la producción al mercado. Materias primas, inversiones en capital fijo, transformación del acero en un producto terminado –aquí se funda la relación analógica que permite pensar la singularidad del dispositivo disciplinario en la segmentación de sus instituciones: la escuela, el ejército, la fábrica, como estaciones, diferentes y convergentes, que identifican la subjetividad– dan paso a procesos de ensamblaje, mercantilización de servicios, financiación del valor, que funcionan con algoritmos y con modulaciones de flujo de rápida rotación. Aquí el sujeto no se identifica por medio de la descomposición y la re-transcripción de la corporeidad, que solo puede componerse en un colectivo en la medida en que está dócilmente plegado a la ingeniería de los espacios y los tiempos útiles –la terrible liturgia del suplicio de Damiens, muchas veces nos hace olvidar que en Surveiller et punir la sección sobre la disciplina se introduce aludiendo al problema, icónicamente muy poderoso, de la transformación del soldado en campesino, del vagabundo en trabajador– sino del rastreo que lo desglosa en informaciones y datos incluidos en la máquina algorítmica de control numérico. Lo que alimenta esta máquina no es el gasto de energía propio de las cadenas de producción (el objetivo estratégico no es la elaboración de una individualidad que pueda reclutarse en una fábrica) sino, como en los procesos que marcan la operatividad contemporánea del capital (Mezzadra; Neilson, 2015), la extracción directa del valor de cooperación viviente entre las singularidades.

Como veremos, se trata de un pasaje decisivo. Sin embargo, detengámonos un momento en la contraposición entre las sociedades disciplinarias y las sociedades de control que realiza Deleuze. Si las primeras funcionan sobre el núcleo individuo-masa (la disciplina funciona en la sincronización-compatibilización del individuo con la organización colectiva del proceso al que se somete el individuo), las sociedades de control rompen ese núcleo, refiriendo al individuo ya no a la subjetividad que desarrolla la modernidad a través de la centralidad que se le atribuye a la autorreflexión, a la voluntad y a la acción (De Libera, 2014), sino al flujo ininterrumpido de informaciones que lo descompone y lo numera. Un individuo es una matrícula –un signo que lo identifica, una huella digital, un curriculum–, pero para las máquinas numéricas de control, el individuo como tal no existe; lo que se da, para los algoritmos que procesan información, son “datos”, “muestras”, “bits” que se pueden transmitir a instituciones segmentarias, pero separables, se puede empaquetar y vender, según las variaciones de flujo que puede adquirir el mercado o los “bancos" en los que conservan las ondulaciones. A partir de este proceso de desmaterialización –una desmaterialización solo aparente, ya que los dispositivos de control que se instalan gestionan los cuerpos, filtran y condicionan la libertad de movimiento, trazan parámetros biométricos, son funcionales a la venta de futures de salud en el mercado (Chignola, 2016)– se altera inmediatamente la noción misma de individuo. Según Deleuze, en esta salida de las sociedades disciplinarias y biopolíticas, “les individus sont devenus des ‘dividuels’, et les masses, des échantillons, des données, des marchés ou des banques” (Deleuze, 1990, p. 244). Es decir, se trata de variaciones continuas de datos numéricamente procesables que pueden ser ensamblados, en base a los individuos o las poblaciones reinscritas como bandas de consumo, índices estadísticos, resonancias o relaciones de datos, para el marketing, benchmarking de servicios y funciones organizacionales o profiling securitario.

La noción de “dividual” que Deleuze introduce en este punto se construye a partir de la diferencia específica con la gestión actuarial y estadística de los individuos y las poblaciones que Foucault refiere al biopoder. Aquí aparece otra noción de espacio y tiempo, otra noción de regulación y una escansión diferente de la temporalidad. Mientras en las sociedades disciplinarias, el proceso de individuación “siempre comienza de nuevo” –el sujeto individual se extrae del animal, el cuerpo desordenado e inútil que la escuela, el ejército y el sistema de la fábrica tienen a disposición como materia prima, en un proceso que hace del cierre y la discontinuidad de sus instituciones, su propio secreto y su límite–, en las sociedades de control se gestiona y administra un único y continuo flujo de información como una serie de posibilidades con fines de seguridad (riesgos) o de valorización inmediata (datos). Si es cierto que en las sociedades disciplinarias –empresas vigiladas, instituciones perimetradas, códigos de inclusión y exclusión para espacios administrativos atravesados por la mirada de inspectores, carceleros, educadores, médicos, ingenieros de producción– la norma actúa verticalmente y como cierre del circuito de la disciplina, como una “orden” (“mot d'ordre”), en las sociedades de control –dataveillance (Amoore & de Goode, 2005), espacios donde la movilidad necesita poder ser reconocida y reconocimiento, necesita del rastreo de variaciones de los algoritmos, la extracción y la combinación cruzada de datos– los flujos en cambio, para poder ser acreditados requieren “contraseñas” (“mot de passe”); tarjetas digitales que desplazan continuamente la frontera.

Vale la pena citar in extenso la distopía mencionada por Deleuze: “Félix Guattari imaginait une ville où chacun pouvait quitter son appartement, sa rue, son quartier, grâce à sa carte electronique (dividuelle) qui faisait lever telle ou telle barrière; mais aussi bien la carte pouvait être recrachée tel jour, ou entre telles heures; ce qui compte n’est pas la barrière, mais l’ordinateur qui repère la position de chacun, licite ou illicite, et opère une modulation universelle”(Deleuze, 1990, p. 246).

Estas líneas tan claras nos ofrecen el punto de entrada al debate sobre el que quiero llamar la atención. Es cierto que la sociedad de control redefine su entorno operativo con respecto al espacio cerrado de la disciplina. Pero también es cierto que si el capitalismo, incluso en las formas de acumulación post-industrial y financiera que lo definen en la actualidad, sigue manteniendo a las tres cuartas partes de la población mundial en condiciones de extrema pobreza –demasiado pobres para ser gobernados a través de la deuda, demasiado numerosos para ser internados , señala Deleuze; quien no conoció las nuevas formas de inclusión propias de lo que Verónica Gago llama “neoliberalismo desde abajo” (Gago, 2015)– entonces el control no sólo tiene que ver con el desvanecimiento de las fronteras y los límites. El control quizás tenga que ver con el factor de riesgo evidente que determina la explosión potencial de los bidonvilles (en los términos de la población) y de los guetos (en los términos de la subjetivación o de la revuelta, agrego por mi parte) (Deleuze, 1990, p. 246).

2. Foucault basa el pasaje que implica la sociedad de seguridad en la noción de “riesgo”: en los términos de una redefinición de los espacios de la disciplina en ambientes abiertos de regulación que producen una recomposición del sujeto individual, en el concepto estadístico-demográfico de la población. En la sociedad de seguridad, cuyas tecnologías el propio Foucault define como “mecanismos de control” totalmente irreductibles a la verticalidad descendente y a la exterioridad de las instituciones disciplinarias (Foucault, 2004, p. 12), se resignifica la noción de norma y se reescribe la sociedad como la suma de los procesos que apuntan a una autorregulación inmanente apoyada en los saberes, con una connotación tendencialmente auto-reflexiva. Si la “norma”, en su etimología latina, se refiere a un molde o una forma, al modelo que debe seguir una conducta (enderezándola) o un comportamiento (norma significa “escuadra”, una “praescriptio naturae” o una “lex”, en el léxico de Cicerón; el equivalente en griego es orthós, al que remite la “ortopedia” disciplinaria de la subjetividad sobre la que se detiene Foucault), “normalizar”, en cambio, significa instalar como cuadro de referencia un espejo relacional en el que cada individuo, subsumido a lo genérico y a la circularidad autorreferencial en la cual se borra la referencia al legislador –ya sea la naturaleza, la ratio, el soberano o Dios– se convierte en la medida y la imagen de todos los demás.

La normalización biopolítica es un algoritmo que rastrea y trata el riesgo asumiendo su recurrencia como algo no neutralizable y no exorcizable (un riesgo no es un peligro ni una probabilidad, como veremos más adelante, sino una realidad inmanente a los procesos de socialización). Y aquí aparece la especificidad de la normalización: dibujar una parábola que distribuye en la superficie del campo de aplicación sus puntos de pasaje singulares. Dentro del marco de las disciplinas, la norma establece, de antemano, el criterio para la normalización de actitudes, gestos o conductas. En el marco de los biopoderes, la normalidad misma –es decir, la curva que debe mostrarse, alcanzando su medida en la relación entre los sujetos, para elevarla a muestra, a promedio estadístico, a regularidad– se da inmediatamente como norma. Para decirlo con Canguilhem, lo normal “es la norma establecida en el hecho” (Canguilhem, 1998, p. 206).

La acción de las normas, en la medida en que operan a través de una normalización y no de una normatividad, tiende a sobrescribir una segunda naturaleza sobre la naturaleza –de allí deriva el carácter “político” de las normas, su lado derivado y social– que da a entender como antecedente, precisamente porque su movimiento pasa por elementos que están siempre presentes, de alguna manera “ya allí” (comportamientos, opciones, intercambios a través de los cuales se da el commercium, a saber, la relación entre los individuos y entre los individuos y el medio ambiente). Pero entonces esto no puede ser más que el resultado, de algún modo abstracto, de la trayectoria en el curso de la cual se establece la normalidad (Macherey, 2017, p. 10). En la historia de los saberes, Quetelet estableció precisamente en la noción de “homme moyen”, no ya un objeto difícil de alcanzar e indeterminado, sino más bien la sociedad en tanto se objetiva, como su propia variación, en el espejo de la probabilidad y la estadística. El hombre medio, podríamos decir normal, se identifica aquí como el “être fictif”, en el cual se asume “la moyenne autour de laquelle oscillent les élements sociaux” (Quetelet, 1991, p. 44). Las regularidades que el campo social exhibe y somete a su propio criterio descriptivo permiten que las estadísticas, en la era post-revolucionaria, no sean una simple, torrencial, recopilación de datos, sino el saber en el cual se confirma la confianza en la existencia de una legalidad inmanente a las cosas (Hacking, 1990, p. 46). Mediante este saber es posible fijar el parámetro para clasificar los fenómenos –que son fenómenos sociales, pero reciclados como tal por procesos de individuación casi irrecuperables– que ni el derecho, ni las formas tradicionales de reagrupamiento o asociación, permiten ya ordenar (Hacking, 1982).

Con su teoría del “hombre medio”, Quetelet propone una forma de pensar y representar al individuo ya no en relación con una esencia o una naturaleza –ni siquiera aquellas que lo identifican con una voluntad, con un centro de acción–, sino en relación al reagrupamiento estadístico que lo expresa como una simple variable numérica; ya que la reagrupación estadística se asume sin la necesidad de una referencia a algo que no sea la propia masa de los datos en sí. Este es un problema que solo puede darse en estos términos después de la revolución francesa. La nueva ciencia estadística, que no puede ser efectiva como saber sino integrando modelos matemáticos probabilísticos –aquí según Hacking se da una ruptura respecto a la antigua Statistik y a la Polizeywissenschaften, aparece el carácter “subversivo” de las series numéricas y el cambio epistemológico fundamental inducido por ellas (Hacking, 1982, p. 280)– establece como su fundamento, en el marco de una nueva ciencia del hombre, la libertad y movilidad de los sujetos (la movilidad de los deseos, las opciones, los hábitos) en relación a las leyes y las tendencias cuya objetividad no se puede establecer sino a partir de la aprehensión interna de las variaciones y las oscilaciones producidas por ellas. Se trata de encontrar una modalidad que permita volver regulares –no en una unidad, sino en una curva de distribución– la diversidad y la fluctuación infinita de los datos, para discernir la constancia de una ley en la masa de las particularidades. Y, a la inversa, se trata de capturar la individualidad como una desviación, variación, límite, en referencia a la “población” o a la serie de datos que necesariamente la incluyen (Ewald, 1986, p. 149).

Ya ha sido observado cómo en el Curso de 1978-79, Foucault desplaza progresivamente el foco de su atención del “biopoder” al “gobierno” o a la “gubernamentalidad”. “Gobernar”, en la genealogía del liberalismo que se produce progresivamente, significa establecer una regulación en la dinámica que los intereses y la libertad designan como un intercambio y como una forma inmanente de su relación. Literalmente, “gobernar” significa “travailler dans la réalité”. Esto implica una descentralización del dispositivo soberano de la ley –que crea la realidad de las relaciones en las que tiene lugar aplicándose– y un paso más allá de las disciplinas que están mucho más limitadas por lo concreto de una realidad que, de todos modos, no definen en sus condiciones de posibilidad, ya que se ligan a ella para corregirla o para “enderezarla”. A partir del siglo XVIII, cuando se habla de política se habla de “física social”; esto es, de la necesidad de instalarse en el juego de fuerzas que la realidad misma expresa como el motor de su propio proceso.

Cuando Foucault habla de liberalismo hace referencia a una teoría –o mejor, a una praxis– de gobierno como regulación inmanente y como imposibilidad de alejarse del juego que la realidad mantiene consigo misma. Dejar hacer, dejar ir significa asegurarse de que la realidad se desarrolle de acuerdo con un proceso que es el proceso mismo de la realidad como una relación entre los elementos que la describen. De aquí viene la centralidad del análisis de los riesgos y la seguridad. Una física –una dinámica– de la sociedad no puede neutralizar la vitalidad de las fuerzas que calcula y, en particular, el riesgo determinado por la libertad que las alimenta, tanto en términos objetivos como en términos subjetivos. Un riesgo puede tratarse como una desviación o como una limitación objetiva de la tensión social, o evaluarse como el recurso que debe valorarse para maximizar su desarrollo (Foucault, 2004, pp. 48-49). En la primera forma, constituye uno de los engranajes del dispositivo político moderno (en Rousseau, el riesgo es la expresión de la asimetría entre la naturaleza y la civilización, que se da como compensación de la fragilidad humana respecto a las cargas del mundo; en Hobbes, el efecto del impulso antisocial de los apetitos individuales libres que es necesario, de hecho, domesticar, dresser: “Man is not fitted for Society by Nature, but by Discipline”, De Cive). En la segunda forma, el riesgo que el individuo debe asumir se convierte en el principio de la lógica de los negocios y, en los términos de una “conversión de la contingencia en un costo fijo”, en un principio que da seguridad (Knight, 1964, p. 213).

En esta doble perspectiva, por lo tanto, el riesgo inherente al ejercicio de una libertad cuyos efectos pueden ser los más perniciosos, el riesgo como tal –no la simple incertidumbre con un final probabilístico, no el peligro, cuya incumbencia material puede comprobarse– puede asumirse como un término de referencia para las políticas sectoriales cuya proliferación se extiende junto con la construcción y el profiling de las situaciones de “riesgo” (seguro social, políticas ambientales, estrategias de seguridad: todas designan “políticamente” cuál es el riesgo, fijando la curva de lo que está socialmente determinado y aceptado como tal, dado que los riesgos, per se y como tales, no se dan en la naturaleza; Ewald, 1993, p. 226). O puede, también, proponerse como una filosofía global a partir de la cual la modernidad como tal debe tratar de repensar –a veces con afirmaciones progresistas– la política y sus instituciones (Beck, 1986, 2008). En esta perspectiva, el riesgo se convierte en un principio instituyente de la política. Así, en paralelo a las teorías del contrato social del siglo XVII (Ewald; Kessler, 2000, p. 56), vuelven a proliferar políticas sectoriales actuales de “governance” (Arienzo, 2013), en un registro que impregna el diseño institucional con modalidades muy particulares.

El riesgo –riesgo fluctuante, indeterminado, “abierto” a la estipulación social en cuanto a su encriptación– se asume progresivamente como el corte epistémico sobre el cual reposicionar una moral (la relación del individuo consigo mismo y con los demás: capital para invertir, oportunidades a tomar, situaciones que atravesar), construir un programa político (protecciones ambientales, políticas de salud y seguridad, tablas actuariales que se relacionan a emprendimientos individuales y colectivos), transferir competencias (a autoridades administrativas independientes, agencias, comités), reclutar saberes-expertos. Por el contrario, el léxico y la práctica de la normalización, en los que el riesgo se trata en términos probabilísticos y se supone que no es neutralizable, funciona como un ejemplo de comunicación y traducción para la definición autorreflexiva y el refuerzo de los estándares y límites reglamentarios (Ewald, 1990, p. 148).

3. Al comienzo de este trabajo señalé que no es posible pensar los puntos de pasaje de la genealogía foucaultiana simplemente como algo que indica rupturas epocales. Por el contrario, es interesante subrayar cómo dentro del triángulo de la soberanía, la disciplina y el biopoder aparecen tránsitos y conexiones que permiten acceder a las dimensiones y a los ritmos de las diferentes dimensiones institucionales y jurídicas de la contemporaneidad. El léxico securitario del Estado de bienestar, obviamente, no es el mismo que el que se impone al individuo para protegerse individualmente de los riesgos del futuro. Y los standars de responsabilidad colectiva, que evolucionaron como normas autorregulativas en las sociedades democrático-liberales de la primera mitad del siglo XX, no son las mismas a través de los cuales se impone la racionalidad neoliberal del mercado. Las últimas líneas de la distopía deleuziana que mencionamos antes, deben entenderse dentro de este marco. Por un lado, tenemos algoritmos biopolíticos de control que modulan los flujos de información, filtran y canalizan la movilidad de individuos y poblaciones, pero producen también re-territorializaciones, espacios cerrados, guetos y bidonvilles; por otro lado, las bases de datos y los paquetes de información que describen estilos de consumo o que capturan formas de vida y de cooperación libre, y que se pueden poner en valor en lo que se ha llamado “capitalismo de las plataformas” (Srnicek, 2016; Armano E., Murgia A., Teli M., 2017). Me gustaría entonces llamar la atención sobre estos temas, sobre estas modalidades de “gobierno de la vida”.

Un primer punto de interés se define en torno a las nuevas teorías y prácticas de penalización en los Estados Unidos y el Reino Unido. Las cárceles, como se sabe, no fueron abolidas y la pena de muerte no ha sido abolida en muchos estados. Sin embargo, mientras que las cárceles y su administración se convierten cada vez más en business empresariales, al lado de la cárcel se han definido y organizado una serie de nuevas instituciones: una nueva “governance” de la pena. Entre 1990 y 2009, el número de detenidos en las cárceles privadas estadounidenses creció en un 1600% y –me parece un dato igualmente importante– el grupo que ocupa la posición dominante en el mercado, el Geo Grup fundado en 1954 por un ex funcionario del FBI, George Wackenhut, ahora también tiene centros de detención en el Reino Unido, Sudáfrica y Australia. Pero más allá de este aspecto, que sin duda es relevante para los procesos de desconstitucionalización que marcan la contemporaneidad –retracción del Estado con respecto al monopolio de la legislación y su ejecución, reclutamiento de agencias administrativas mixtas que hibridan lo público y lo privado, aumento de oportunidades de valorización y de lucro en campos tradicionalmente sustraídos a la especulación–, creo que lo que aquí se pone en evidencia es la lógica que subyace a los nuevos dispositivos de control en el ámbito penal y en las políticas de seguridad.

En el discurso penal estadounidense (pero, más en general, en lo que parece ser un dispositivo capaz de difundirse mucho más allá de esos límites) el eje tradicional que se establece en la retribución, la disuasión y la recuperación (es decir, en la forma clásica-moderna de la pena y de su implementación welfarista), se establece en cambio con una descentralización significativa de la historia individual y una reinversión fundamental en el entorno general que actúa como referencia para la regulación, su prevención, reducción de daños y risk management. No se trata solo de cerrar el círculo entre la pena y la expiación mediante la implementación de la norma en el caso singular, (aquí, la sanción produce carreras delictivas y el simple reclutamiento de grupos de población, en lugar de la reintegración social de los individuos a través del trabajo) sino de dar por tierra el control en tantos puntos de aplicación como sea posible, invirtiendo la dirección temporal de las funciones de la pena. No se castiga un acto que realmente ha sido realizado, sino que se gobierna la criminalidad potencial de las situaciones, evaluando el riesgo como una posibilidad (por lo tanto, proveniente del futuro), activando la característica recursión entre el futuro y el presente en la cual la realidad se desmaterializa (el riesgo, que es una forma de la percepción social, no está en la realidad) y se rediseña como una modulación de las operaciones que la controlan. La amenaza no tiene una referencia real: la alarma que la designa, aislando e intensificando una de las tantas dimensiones del riesgo, actúa performativamente no solo respecto al riesgo (un riesgo, una amenaza, es real solo en la activación de los dispositivos destinados a su control y pertenece a una semiótica, una circulación de signos) sino respecto a los poderes o a los saberes-expertos que estos contribuyen a instalar y a los protocolos que se pueden poner en práctica y ser, caso por caso, legitimados (Massumi, 2010, p. 59).

Con un giro decisivo en dirección al entorno procesado por los algoritmos que lo modulan, el dispositivo penal no identifica, persigue ni castiga a los individuos sino que trabaja, de manera sistémica, para reducir la complejidad contextual de su operación, enfriando el potencial criminal de los eventos, describiendo curvas de normalización y previniendo, al distribuir y quebrar sus líneas de convergencia, la determinación de nodos o aceleraciones que resultan particularmente “arriesgados”, incluso cuando su ocurrencia real es poco probable. La estrategia de control se ha vuelto smarter, más focalizada precisamente porque es menos rígida, mucho más enfocada en la demanda de seguridad y en las prioridades que emergen de la sociedad, más dispuesta a colaborar con las comunidades en una clave preventiva, renunciando –este es otro aspecto decisivo de la “gubernamentalización” del poder– al monopolio de la violencia que tradicionalmente se le atribuía. Además, centrándose en el léxico de la prevención, dicha estrategia se ha convertido en un plan de conexión e intercambio de información entre agencias y expertises que, abandonado su especificidad educativa, psicológica o social, pueden incorporarse para el seguimiento y la modulación de situaciones “de riesgo” en un proceso de “externalización” de la autoridad que desplaza continuamente los límites entre lo público y lo privado (Garland, 2001, p. 169; p. 171).

Hay un efecto adicional que se produce a raíz de lo que podríamos llamar una retirada en el contexto de la estadística. Al no focalizarse en el individuo –y en la constelación conceptual que rige la resonancia entre la responsabilidad individual, la culpa o el crimen, la expiación y el tratamiento del culpable– la denominada “nueva penología” se dirige principalmente a la clasificación de los grupos de población en función de una “peligrosidad” que disuelve la materialidad del acto, se niega a contrastarlo o a retribuirlo, y se ocupa principalmente de gestionar, con ópticas administrativas y no transformativas (Reichmann, 1986), los niveles de riesgo que la información y los datos pueden configurar mediante la descomposición y la recomposición del individuo y las poblaciones en perfiles que les permiten reorganizar la distribución social. Desde esta perspectiva emergente, por ejemplo, la cuestión no será recuperar a un adicto a las drogas, sino usar tests que prueben el consumo de drogas, para incluir al individuo en clases de riesgo abiertas y modulares que lo encasillan en datos relevantes para los registros penales, actuariales, sanitarios o educativos y, al mismo tiempo, verifican el impacto que los percentiles de consumo y venta pueden tener para la desvalorización de un área residencial o comercial. Por lo tanto, la ciencia criminal tiene la función de respaldar la racionalización general del sistema –disciplinar a los individuos en el trabajo, obviamente significaría que las relaciones capitalistas contemporáneas entrenen soldados para un ejército (incluso de reserva) inexistente– y no tratar la criminalidad. En la tarea general que asume la “nueva penología” (es decir, el conjunto de saberes, tecnologías y prácticas que trabajan para reducir los costos sociales de la detención y para tratar el riesgo en la forma de una economía) el control de flujo se nutre, además de algoritmos para la elaboración y el procesamiento de datos, de instrumentos de geolocalización y vigilancia (brazaletes electrónicos, dispositivos de firma, arrestos domiciliarios), de modelos para la extracción y clasificación de información con fines preventivos, de redes de clasificación para la redistribución y reasignación, con un efecto inmediato de recolonización interna de segmentos y parcelas de la población en espacios vigilados (Doyle, 1992). Y dicho control funciona como un algoritmo para la administración y la gestión de lo social (riesgos, problemas, preguntas) que ya no se vincula al individuo a castigar y recuperar, desbordando así los límites descritos que hasta ahora se les daba para tareas judiciales, al menos en términos generales sino exclusivos (Feeley-Simon, 1992).

Si examinamos rápidamente otros dispositivos de control contemporáneos, podemos hallar una nueva confirmación. La tarjeta magnética que imagina Guattari como un “pasaporte” para la movilidad post-disciplinaria se ha convertido, en la realidad de lo que Michael Dear y Héctor Manuel Lucero han bautizado como “Bajalta California”, en la “frontera portátil” que los migrantes y las habitantes de las fronteras llevan inscrita en el propio cuerpo como una encriptación (Dear-Lucero, 2005). Vale la pena recordarlo, ya que en el vocabulario de la desmaterialización o del post-, existe el riesgo de asumir como evanescentes esos límites que, abiertos a la información y los flujos de capital, en muchos casos se mantienen como barreras sólidas que se oponen a la movilidad de las personas (Balibar, 2002, p. 76). Sin embargo, la noción de “frontera portátil” nos permite entender –retomando las líneas iniciales de esta intervención– no sólo cómo la “frontera” se disloca y muta sino también cómo se desplaza continuamente, tanto por el reto que le provoca la libertad de movimiento como práctica subjetiva de hombres y mujeres, como por los dispositivos que responden a ese desafío, corriéndola. En este sentido, los límites no tienen que ver simplemente con la necesidad de obstaculizar o evitar los flujos, sino que se convierten en mecanismos que –al filtrarlos, comprimirlos, canalizarlos– tienden más bien a la articulación de su relación (Mezzadra; Neilson, 2013).

En el debate reciente que surgió ante la adopción de nuevas medidas para otorgar visas de los EE. UU., encontramos muchos de los elementos que me interesa discutir. La entrada potencial de ciudadanos “de riesgo” –provenientes de ciertas partes del mundo, obviamente, pero mucho más que ello, que se consideran como tales por la serie de divisiones que los descomponen en datos (acceso a la red, uso de tarjetas de crédito, hábito de viajar solos o con compañeros de viaje de un cierto “tipo”, a su vez determinado por la movilidad, las opciones de consumo, los espacios de circulación)– ha determinado el injerto de una de una serie de tecnologías desarrolladas con fines comerciales, de seguridad, militares, que marca un paso decisivo en relación a la evolución del biopoder.

Un primer punto relevante en este sentido es el rechazo de la noción de riesgo “probabilístico” propio de los saberes estadísticos y la transición a una noción evanescente de “posibilidad” que hace que la amenaza sea inmanente, precisamente porque siempre es inminente. La amenaza nunca tiene un referente efectivo; tiende, por la estructura que le es propia, a un límite que es su propia indeterminación, convirtiéndose ella misma en un ambiente (Massumi, 2010, p. 61) y redefiniendo este último en términos modales. La modalidad del ser que le pertenece no es óntica, sino precisamente la modalidad de lo posible.

Esto implica una serie de consecuencias adicionales. La “vida”, así como el sujeto, se desrealiza y a su vez se sustrae de forma integral de las coordenadas espaciales que la incluyen, la excluyen o la incluyen incluyéndola. En su genealogía de la soberanía, Giorgio Agamben subrayar cómo en el estado de excepción no se trata de delegar poderes extraordinarios –como en la engañosa referencia schmittiana a la dictadura–, sino del “vacío” (un vacío kenomático, punto de detención) que existe entre el derecho y su aplicación (Agamben, 2003, p. 63). En la desrealización que implican los dispositivos de control –recuerdo aquí que el control modula los flujos– el “vacío” sin embargo está completamente saturado, ya no por las normas, como en la ideología del estado de derecho, sino por los algoritmos que tamizan, extraen, cruzan, acumulan y confrontan los datos en los que el viviente, reescrito a partir de la movilidad de sus deseos, sus opciones, las posiciones que lo ubican en las trayectorias de la vida laboral o social, se descompone y se re-ensambla provisionalmente como una secuencia de bit. En este caso, la lógica no es la cinemática –el trazado no da lugar a secuencias, ni divide el movimiento en diagramas– sino la de la imagen que se ofrece en la composición simultánea y revocable de los puntos dividuales colocados en resonancia por el algoritmo; la lógica del píxel, no de la fotografía, con lo que esta última pudo significar en la definición del paradigma de la estadística (Galton, 1879) o de las ciencias sociales (Amoore, 2013, p. 101).

Desde el punto de vista de las estructuras temporales implícitas en este cambio de la noción de riesgo que va de la probabilidad a la posibilidad –es decir, de la estadística al control– se cumple entonces un pasaje decisivo. Si la lógica disciplinaria se objeta cuando se rechaza la norma que produce su efecto en el individuo –aquí el problema no es la recuperación de un cuerpo indócil, de una conducta irreductible, de un movimiento desordenado, con la referencia implícita al pasado que se supone está en cuestión–, en el tratamiento biopolítico del riesgo, descifrado en las marcas que lo anticipan, se vuelve operativa la propagación de una lógica de la precaución. Esto da lugar a la sociedad securitaria que había tenido sus figuras centrales, primero, en la responsabilidad individual (en la sociedad liberal: el “padre de familia prudente” que debía ser disciplinado en la autoprotección frente a los riesgos del desempleo o el mal uso de su libertad del artículo 1382 del Código Civil) y, luego, en la prevención (la forma de solidaridad respecto a los riesgos organizativos de la producción: pensiones y seguros de salud obligatorios, en el marco de la utopía progresista y tecnológica que imaginaban como tendencialmente controlables, hasta que se agotaron los riesgos provocados por la socialización) (Ewald, 2002). El contrato social se rompe de acuerdo con esta doble línea de fractura y el algoritmo que hace posible la navegación (es decir, el gobierno) del futuro, gestiona anticipadamente la diferenciación de las poblaciones o las clases cuyo acceso está bloqueado (Castel, 1991, p. 288) o la información que puede ser valorada con fines de seguridad o producción.

Para concluir quisiera agregar dos observaciones. El modo de producción capitalista, en los últimos decenios, le ha dado una progresiva centralidad a la logística. Es decir, nuevamente, al cálculo: loghismos. La literatura más reciente (Cowen, 2014; Grappi, 2016; Rossiter, 2016) ha señalado cómo la logística se fue imponiendo, desde una simple ciencia de origen militar (“el arte práctico de movilizar los ejércitos”, para el contemporáneo de Clausewitz, Henri de Jomini) a una política (la movilidad internacional de las mercancías requiere un acopio particular de seguridad, espacio, derecho; y a nivel geopolítico, “corredores”), un código (el software como capital fijo) y una forma autónoma capaz de producir valor. La ruptura del contrato social del siglo XX no se limita a arrojar al individuo hacia el riesgo transformándolo en empresario de sí mismo, sino que implica su descomposición (su “dividuación”) en datos que permiten extraer el valor de la cooperación sin organizarlo directamente. Estos se integran en localizaciones que vuelven a diseñar, por ejemplo, los espacios colectivos sustrayéndolos de las formas del urbanismo clásico. La ciudad se puede poner en valor rastreando los intercambios de datos, la conectividad, el potencial inmanente de innovación en los estilos de vida o el capital cognitivo disponible (Rossi, 2017) y el data mining ininterrumpido que se puede usar como matriz para orientar las inversiones o almacenar el material humano excedente: guetos y bidonvilles, nos decía Deleuze.

Pero, además de esto, y más allá del trabajo vivo (en general migrante y precario) que estos datos ordenan, los algoritmos que funcionan en las grandes plataformas (Amazon, Google, Facebook ...) extraen valor, si la vida se modula en bits, de toda la vida con la que interactúan. Aquí, el “moulage” del flujo de informaciones ya no encuentra más su legitimidad en la amenaza imponderable que evocan y rastrean los expertos en seguridad, sino en su capacidad inmediata de captar, subsumiéndola a la ley del valor, aquello que los circuitos del deseo y la libertad constituyen como producto directo de la cooperación. Pagerank, el algoritmo que jerarquiza las informaciones de Google, se alimenta de la intensidad del trabajo cognitivo de los hombres y las mujeres que hacen el upload de los textos, determinan su relevancia y orientan su innovación (Pasquinelli, 2009). El valor financiero de Facebook reside en el número de usuarios que acceden a él y en el poder de la matriz numérica capaz de desglosar, empaquetar y vender los “rastros” de su actividad en la red. Podrían darse muchos otros ejemplos. La cooperación biopolítica y cognitiva crea valor o se convierte en un negocio (piénsese en crowdfunding), pero al obtener ganancias (Mezzadra; Fumagalli, 2005), este valor tiende a ser capturado por el capital, a través de una extracción directa o una simple subsunción formal. Pero lo que me parece decisivo en la relación contemporánea del capital es que la cooperación en muchos aspectos es autónoma: no necesita organización y excede la medida social definida por la jornada laboral y el salario.

A esta altura, podríamos decir que surge el “gobierno de la vida”. Aquí, los dispositivos de poder y de liberación vuelven a rediseñar el campo de batalla sobre el que llamaba la atención Foucault. En este, creo que se trata de repetir una vez más el gesto foucaultiano, no de comprensión sino de “toma de posición”. Porque si no existe y jamás existió un afuera de los juegos de poder, mucho menos puede darse ahora, cuando sus algoritmos rastrean nuestras vidas de manera constante. Por ello me parece imposible y muy poco probable que sus dispositivos se puedan volver inoperosos desaplicándolos –es decir, desbordándolos respecto al derecho, la técnica y el lenguaje (el primer dispositivo de captura, para Agamben; Agamben, 2006). Se trata en cambio de una tarea teórica y política difícil, agotadora y dura, pero irrenunciable: recomponer las formas de vida en un mundo en fragmentos.

 

Contribución de autoría

Sandro Chignola fue el único autor.

Fuente de financiamiento:

Autofinanciado

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno

 

Referencias

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1 Traducción del italiano al español a cargo de Mercedes Ruvituso